Desde el inicio de la llamada Guerra contra la Pobreza en los Estados Unidos de los años sesenta, la tasa de personas que viven en situación de precariedad, tal como la define la Administración estadounidense, se ha mantenido estable. Antes de esa fecha, el índice de pobreza descendía con rapidez: en 1950 se situaba en torno a un 32%, pero la prosperidad de la posguerra y un mercado laboral en expansión sacaron a miles de personas de la miseria, reduciéndolo hasta un 12,8% cuando los programas de la Guerra contra la Pobreza comenzaron a aplicarse en 1968. En el medio siglo transcurrido desde entonces, no ha vuelto a caer por debajo de un 10%. Y no por falta de esfuerzos: el gasto público per cápita destinado a los pobres ha pasado de 2.701 a 29.214 dólares actuales, ajustados por inflación.
Algunos sostienen que el nivel de vida de los más desfavorecidos ha mejorado si se tienen en cuenta las prestaciones sociales que la medida oficial de pobreza no incluye. Aunque es cierto que el bienestar material ha aumentado, sobran motivos para considerar que la pobreza sigue siendo un problema real y no un mero artefacto estadístico. Alrededor de un 34% de los niños nacidos en la pobreza permanecerán en ella toda su vida. Durante ningún periodo significativo de su existencia generarán el valor económico suficiente para mantenerse sin subsidios. Además, muchos de los males asociados a la pobreza crónica están empeorando: la conexión social es mucho menor entre las personas con rentas bajas, los niños pobres tienen muchas menos probabilidades de crecer con dos progenitores, el 65% de los adultos en edad laboral que viven en pobreza no trabajaron ni una sola semana en 2023 y las llamadas «muertes por desesperación», es decir por suicidio o abuso de sustancias, alcanzan cifras récord.
Estos hechos reflejan la existencia de una clase socioeconómica alienada, atrapada en la penuria pese a la movilidad ascendente del resto de la sociedad. Es un fenómeno perjudicial tanto para el conjunto de la sociedad como para los individuos implicados. Y sin embargo, el gasto masivo en transferencias, becas o subsidios no ha conseguido alterar las cifras.
Los vínculos personales
Quienes trabajan sobre el terreno en organizaciones benéficas no se sorprenden: saben que quien aprovecha las oportunidades económicas de los Estados Unidos suele haber contado con alguien que invirtió en su desarrollo, no necesariamente con dinero, sino moldeando su carácter, fortaleciendo su propósito vital y facilitando vínculos sociales que después resultaron decisivos.
Activos intangibles como la perseverancia, la integridad, la fe o la red de amistades fiables son esenciales no solo para salir de la pobreza, sino también para llevar una vida plena en dimensiones que no se pueden medir en dólares. Los programas federales ignoran en gran parte estas carencias. Su teoría del cambio se basa en que, si se transfieren suficientes beneficios económicos a los pobres, estos resolverán por sí mismos todo lo demás. No solo ha resultado ineficaz, sino que a menudo genera incentivos perversos, como penalizaciones al matrimonio o los llamados «acantilados de prestaciones».
La sociedad civil
Ahí entra en juego la sociedad civil. Con su red de relaciones personales y su vocación genuina de cuidado, es la que mejor puede ayudar a las personas a crecer, prosperar y rehacerse tras una caída. Para comprender la importancia olvidada de la sociedad civil (asociaciones voluntarias como iglesias, familias o entidades benéficas) conviene situarla junto a las otras dos grandes esferas: el Gobierno y el mercado.
El primero, con su monopolio legítimo de la fuerza, garantiza la defensa común y protege a la población del fraude y el abuso. Ningún país ha reducido la pobreza sin un sistema legal que asegure la propiedad privada y haga cumplir los contratos. Una vez establecido el Estado de derecho, el mercado utiliza el incentivo del beneficio para generar riqueza. A través del intercambio voluntario, la división del trabajo, el mecanismo de precios y la innovación tecnológica, los individuos hacen crecer el conjunto de la economía.
Y aun así, incluso donde abundan las oportunidades, hay quienes permanecen atrapados en la adicción, la desesperanza o la inactividad. La disfunción se transmite con frecuencia de generación en generación en una combinación tóxica de bajas aspiraciones, escasas conexiones y talento desaprovechado.
La caridad
El Gobierno limita a los seres humanos en sus peores impulsos; el mercado transforma el interés propio en bien común; y la sociedad civil convoca las mejores virtudes de la humanidad. En el ámbito de la lucha contra la pobreza, esto se traduce en la caridad: la ayuda voluntaria a quien la necesita. Por razones estructurales, familias, amigos, iglesias y organizaciones benéficas pueden prestar un servicio más eficaz que los agentes estatales.
Las personas del entorno inmediato poseen conocimiento directo sobre cada caso y la libertad de actuar en consecuencia, lo que les permite discernir si alguien necesita apoyo emocional, ayuda económica o una llamada de atención. Los programas federales, en cambio, son uniformes por ley, y sus requisitos de elegibilidad y límites patrimoniales dan lugar con frecuencia a un sistema de «talla única que no encaja en nadie».
Las historias de servicio eficaz a los más vulnerables y merecedores generan mayores donaciones, lo que empuja a las organizaciones caritativas a concentrar sus recursos en quienes menos control tienen sobre sus circunstancias y más compromiso muestran con su propio progreso. Frente a ello, el Estado tiende a financiar programas con rédito electoral, a menudo en beneficio de terceros. Además, la competencia entre entidades caritativas por atraer fondos fomenta la innovación, algo escaso en programas públicos diseñados hace décadas.
Hacia un nuevo modelo
La sociedad civil dispone del bisturí adecuado para llegar al fondo del problema. Un amigo, un sacerdote o un trabajador social pueden abordar cuestiones de sentido vital, ejemplificar virtudes, ofrecer contactos útiles y acompañar a quienes buscan su propio camino fuera de la pobreza. Pueden apelar a la reciprocidad y activar la capacidad y el talento de las personas. La caridad eficaz no es un negocio: es una relación personal.
¿Podría la caridad voluntaria sustituir al estado del bienestar? No si se comparan los presupuestos y se pretende que las donaciones igualen dólar por dólar el gasto público. Pero, del mismo modo que una empresa privada puede lanzar un cohete por una fracción del coste de la NASA, la sociedad civil está en condiciones de desempeñar funciones de alivio de la pobreza con un coste mucho menor. El mayor impacto llegaría cuando muchos de los 13 millones de beneficiarios inactivos (entre 18 y 64 años) perdieran los incentivos perversos y decidieran incorporarse al mercado laboral.
Los programas de bajo impacto capturados por intereses particulares dejarían de recibir fondos, y se reforzarían los lazos familiares como red de seguridad. Donde eso no fuera posible, resurgirían formas tradicionales de ayuda mutua a través de sociedades, clubes y comunidades religiosas, tan comunes en la época en que la pobreza descendía con rapidez. No hace falta esperar un gran cambio político para empezar a influir. Los mayores avances en la mitigación de la pobreza han surgido siempre de personas dispuestas a conocer de verdad a quienes sufren y a ofrecerles una ayuda personal y duradera.