La blasfemia de Reig Pla

Los que defienden la eugenesia a las personas con discapacidad ponen el grito en el cielo por una subordinada que los trata como hijos amados

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El día que Bernardino de Siena quiso profesar sus votos como monje franciscano, su familia entró en cólera y la ciudad hizo lo propio. Aquel joven noble de la Toscana tenía su carrera escrita en la sangre y un futuro prometedor a la sombra de su padre. ¿Monje? ¿Franciscano? Con apenas 22 años de edad al pobre Bernardino le llovieron las primeras críticas, precisamente, de aquellos a quienes él más quería. Los vecinos de la ciudad de Siena no tardaron en sumarse al rechazo: aquel mendicante no hacía más que recordarles su deber de cuidar a los pobres.

Su vehemencia con palabras y gestos rápidamente llamó la atención al valenciano San Vicente Ferrer, que en uno de sus viajes al norte de Italia escogió a Bernardino para la noble tarea de evangelizar la región del Piamonte. En aquellos ambones Bernardino destacó por su predicamento y en algunas celebraciones se congregaron hasta 30.000 fieles. Cuanto mayor era su fama, mayores también las críticas que recibió. No hay lisonja sin puñalada.

Así, las críticas arreciaron contra Bernardino cuando un duque menor se ofendió con uno de sus sermones. Aquella afrenta llegó a Roma y al franciscano lo presentaron como hereje ante el Papa Martín V. Hubo un tiempo en que las homilías no se convertían en reels, claro, y el pontífice dio su bendición a aquel bendito predicador. Le ofreció, además, el obispado de Siena, pero él lo rechazó. [Podemos imaginar la que se armó a su vuelta]. Cuando muchos lo esperaban con sus picas afiladas y sus lenguas ídem, Bernardino no quiso prepararse grandes laudatios. Respondía sencillamente: «Dios cuida de esas cosas».

La vida de Bernardino continuó hasta su muerte en Aquila como una de esas historias caballerescas, con cuerpo incorrupto incluido. Cuanto menos lo merecía, más lo criticaron. Quiero pensar que las instituciones de la época se lo pusieron al menos tan difícil como las nuestras se lo están poniendo al obispo Juan Antonio Reig Pla, emérito de Alcalá de Henares. Que fue señalado con el dedo con la misma radicalidad con que estos días lo está siendo un obispo español por parte del Ministerio de Derechos Sociales.

La denuncia a Reig Pla a mí me tiene entusiasmado porque, al fin, los católicos tenemos la oportunidad de explicar la riqueza de nuestra teología. Y la suerte de, además, explicársela a otros tantos católicos confundidos por los nuevos mandamientos del Gobierno —«no tomarás el consenso en vano», «honrarás a tu ministro y tu ministra», etc.—. En la web del Ministerio se recoge una nota de prensa deliciosa: «Se solicita que el Ministerio Fiscal estudie abrir las diligencias pertinentes sobre un discurso público inaceptable en democracia que asocia a la discapacidad con postulados propios del medievo». Lo del medievo me tiene arrebatado.

Vayamos por partes. En primer lugar debemos aceptar su ofensa. Hay quien ve en la verdad pronunciada una piedra arrojadiza y eso, aunque ahora me escandaliza, debe alertarnos sobre la ceguera de muchos. Aunque no existe el derecho a la ofensa, son demasiados anticatólicos los que llevan tiempo afiliados a este fino sentimiento y eso debería enternecernos. Cuántos hay necesitados de nuestra misericordia. Pienso que Reig Pla estará como Bernardino, descubriendo la calma chicha de estar en lo cierto.

Ahora bien, su escándalo no debe servir de pretexto para pedir perdón sin fundamento sino, más bien, para exponer con alegría la teología de la creación, tal y como la expuso el otro día en su sermón el obispo Reig Pla. La secuencia es la siguiente: primero, todos somos hijos amados de Dios. «Tú y yo venimos del infinito amor de Dios. Esto asegura tu origen. No eres un fracaso». Hasta aquí no parece un discurso público antidemocrático. Segundo, también las personas con discapacidad son hijos amados del Padre: «Han sido llamados por Dios y tienen también, como nosotros, todo el fundamento de su existencia en Dios». Olé. ¿Cuál es entonces el problema?

Al Gobierno le ha sentado mal una subordinada de una homilía de diario, ¿y nosotros debemos justificarnos? Durante sus palabras, el obispo alicantino relaciona «los niños que nacen con discapacidad física o psíquica» con «la herencia del pecado y el desorden de la naturaleza». Ahí está toda la polémica. En apenas una frase y media, en la que Reig Pla condensa un Magisterio milenario, el Ministerio dirigido por Pablo Bustinduy ha escuchado una afrenta a la democracia con palabras propias del «medievo».

A la parte denunciante —y a todos los que ahora se ponen de lado, como el obispo de Salamanca— hay que explicarle que la querella no lo es contra Reig Pla sino contra siglos de tradición. «El Estado contra San Agustín de Hipona», escribió ayer mi amigo Chapu Apaolaza. No es una exageración. Desde el siglo IV, al menos, la Iglesia ha explicado la enfermedad, el dolor y la muerte desde la herencia del pecado, que pesa sobre el hombre como una huella inevitable. Lo escribió San Agustín y lo refrendaron Santo Tomás de Aquino y otros tantos. No es una teología contra los discapacitados, sino, precisamente, a favor.

Reig Pla, en un ejercicio de bondad, presupuso a sus oyentes cierta inteligencia, pero con el Gobierno hace falta una pedagogía esmerada: no es que las personas con discapacidad sean fruto del mal y del desorden, mucho menos del pecado de sus padres. El obispo emérito de Alcalá ha puesto en evidencia que, por nuestra frágil y herida condición humana, el desorden y la enfermedad habitan en nosotros. Eso no hace que Dios se aleje del hombre sino que, contrariamente, la debilidad seduce a un Dios que es Padre que nos ama. Frente al Dios del medievo del Gobierno, Reig Pla tuvo unas palabras para el Dios derretido de amor por sus hijos más frágiles. Sólo quien es más humano aspira a la misericordia y el amor más divinos.

Ahí está toda la polémica. Los que no creen en la existencia del pecado denuncian que algo sea herencia del pecado. Los que defienden el aborto y la eugenesia a las personas con discapacidad ponen el grito en el cielo por una subordinada que los trata como hijos amados. Los que no creen en el valor del Magisterio dan una importancia inusitada a la homilía de un obispo emérito. Los que predican a favor de la separación de la Iglesia y el Estado judicializan desde el Gobierno la libertad de expresión de un sacerdote. Los que desprecian la dignidad del hombre desde su concepción hasta su muerte natural profesan lamentos jeremiacos contra quien más la defiende. Los que quieren borrar todo atisbo de paternidad censuran una muestra de amor de Dios Padre.

Los que, en fin, cabalgan cómodas incoherencias con tal de seguir en el poder, ahora vienen a decirnos a los católicos que callemos porque en su templo del consenso la blasfemia no está permitida. Ja. Es hora de responderles, con San Bernardino de Siena y Reig Pla, que tenemos razón. No con la radicalidad de nuestras palabras sino, sobre todo, con elocuencia de nuestro amor. Y lo demás nos trae sin cuidado. Tenemos una poderosa certeza: «Dios cuida de esas cosas».

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