La belleza duele

Quien experimenta la belleza se llena enseguida de preguntas. Recuerdo la primera vez que estuve delante de la Pietà, en el Vaticano. Aún tengo vivo aquel impacto, la mezcla incomprensible de ternura, dramatismo y mármol. Tampoco se me olvida cómo un día me quedé pasmado, en el Museo Thyssen, ante un retrato de John Singer Sargent. Estaba solo y me paré allí a mirar y a pensar. Incluso saqué un cuaderno y escribí algo. Eran tonterías (casi todas lo son). También, como a muchos, un cuadro de Sorolla me ha sobrecogido. El óleo sobre lienzo suscita lo imprevisto. El arte lo remueve todo por dentro. Y satisface, pero, ay, sólo a medias. Funciona como el aperitivo de algo mayor. Abre un hambre que no es de este mundo. Mi mujer dice que la belleza duele. Quien lo probó lo sabe. ¿Pero puede explicarse eso?

Quizá no, y resulta que lo hermoso asombra porque, por más que nos afanemos, jamás hallaremos para ello una explicación cumplida (y mucho menos una demostración científica). La belleza, como la verdad, se busca a tientas.

Ahora bien, que se busque a tientas no quiere decir que se camine en la más completa de las oscuridades. Dejémoslo en que nos movemos entre tinieblas. Caminamos entre brumas y, como a veces salta la liebre, de vez en cuando brilla una luz. Y creo que, para eso de que lo bello duele, creo haber encontrado un brillo. Y ahora vengo aquí, con la ilusión de un niño, a ponerlo por escrito. Aunque bien pudiera ser otra tontería más de las mías, como aquella que perpetré ante el cuadro de Singer Sargent.

La idea la encuentro en un libro de Jean Daniélou. En Dios y nosotros el autor francés explica cómo Dios manifiesta su naturaleza oculta a través de sus obras admirables. Menciona El libro de Job, en el que, después de describir las maravillas divinas en el universo, se dice: «Estos son los contornos de sus obras, / de las que sólo percibimos un apagado eco». De modo que toda la creación no es más que un «apagado eco». Y, sigue Daniélou: «Sin embargo, apenas podemos soportar ya su gloria», y resulta que «la belleza del mundo es a veces tan intensa que nos hace mal, parece que nos hace desfallecer». Así que, aun siendo sólo un «apagado eco» (sólo sombras y reflejos), la hermosura de lo creado nos tambalea. Nos duele, que diría mi mujer.

Se me dirá que me he puesto tremendo. Y eso es justamente lo que pretendo. Porque la belleza —cuanto más la belleza suprema de Dios, el totalmente otro— resulta estremecedora. Lo experimentó Rilke y lo resumió así: «La belleza no es más que el comienzo de lo terrible». Lo dijo a propósito de los ángeles, al pensar en cómo sucumbiría él si de repente uno de ellos le apretara contra su corazón. Y me parece a mí que, aunque no tengamos la sensibilidad del poeta austriaco, eso es lo que, en fin, nos pasa ante lo bello. Nos quedamos desconcertados, como si hubiéramos perdido el punto de apoyo. Intuimos una inmensidad que nos desborda. Así que, si notamos un dolor —-sea un pinchazo o un golpe—, será porque la belleza hace temblar la tierra.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).