Desde su independencia, Iberoamérica ha atravesado múltiples crisis: guerras internas, conflictos fronterizos, decadencia económica y social, e inestabilidad política. Ante estos problemas, las élites criollas no tardaron en buscar un cabeza de turco, un culpable al que poder achacar todos sus males. Como entenderá el lector, el origen de todos los males se quiso ubicar en el pasado colonial español. Esta explicación, simplificadora e injusta prevaleció durante muchos años, pero, en nuestros días, está siendo desmontada gracias a una nueva generación de historiadores cuya contribución es conveniente reivindicar.
Este discurso, decíamos, encontró respaldo en la idea de que Iberoamérica no alcanzó la «modernidad», entendida desde una perspectiva franco-anglosajona que despreciaba el mestizaje y exaltaba la «pureza racial». Paradójicamente, el mestizaje hispano fue precisamente un rasgo moderno y distintivo del modelo español, pero, en lugar de valorar este legado, surgió una nostalgia absurda por una supuesta mejor conquista anglosajona, que probablemente habría llevado al exterminio de buena parte de la población indígena y mestiza. Uno de los efectos secundarios de esta narrativa ha sido borrar la memoria del orden político y cultural virreinal, que funcionó durante siglos como modelo de éxito. Hoy, en cambio, se pretende entender este pasado recurriendo a tópicos y ofreciendo una imagen torticera y manipulada de nuestra historia, hasta tal punto que se habló de un genocidio español y del oscurantismo virreinal.
Tres hechos clave cuestionan la visión de un dominio español basado en el genocidio y el atraso. La América prehispánica no era un paraíso: imperios como el azteca y el inca sometían a otros pueblos, practicaban sacrificios humanos y el canibalismo. Los españoles se expandieron en parte por las divisiones internas de estas civilizaciones. Otras potencias coloniales fueron más violentas: el Imperio británico, por poner un ejemplo, exterminó al 95% de los indígenas en Canadá, al 100% en Tanzania y arrasó poblaciones en Australia y Norteamérica. Francia, Bélgica y Holanda dejaron también un rastro de brutalidad en África y Asia.
Sí podemos hablar, en cambio, de genocidios parciales en América, pero no durante la época imperial, sino tras el proceso de independencia. México, por poner un ejemplo, tenía un 50% de población indígena cuando se independizó de España, hoy reconoce menos de un 30%. Es más, en muchas ocasiones, las élites criollas no dudaron en suprimir las leyes dictadas por la Corona española para proteger a los indígenas. Lejos de imponer una cultura, la Monarquía española y la Iglesia defendieron desde el principio los derechos de los nativos, estableciendo leyes pioneras como las Leyes de Burgos (1512) y las Leyes Nuevas (1542). Estas normas, junto con el esfuerzo de virreyes, monjes y juristas, sentaron precedentes de derechos humanos y laborales que apenas se valoran hoy. Además, y esto es algo que hoy debería recordarse, muchas tribus indígenas apoyaron a la Corona durante las guerras de independencia, prueba de que el dominio español no era tan opresivo como se ha querido hacer ver.
Otra de las acusaciones al Imperio español es haber eliminado culturas indígenas, pero estas ya estaban en franca decadencia antes de la llegada europea. Entre las grandes aportaciones que los españoles legaron a los pueblos americanos, destacamos la religión cristiana, que reemplazó sacrificios humanos y canibalismo, y sobre todo la lengua, el español, que se convirtió en la lengua común, no impuesta a la fuerza, y que ha servido como instrumento de cohesión continental y plataforma para figuras literarias como Borges, García Márquez o Vargas Llosa. El modelo hispano fomentó un mestizaje cultural y racial que el mundo anglosajón, obsesionado con la pureza racial, nunca aceptó. En este sentido, el modelo español anticipó valores hoy considerados modernos, como la multiculturalidad.
Desde el punto de vista económico, antes del siglo XIX, Iberoamérica era más rica y avanzada que muchas regiones europeas, incluida España. Existía una infraestructura sólida: sistemas postales, caminos, hospitales y fortificaciones. La región se beneficiaba de una economía variada e integrada, sin depender de monocultivos como en las colonias anglosajonas. El Virreinato de Nueva España lideraba rutas comerciales que conectaban Asia con Europa, y su moneda de plata, el «duro mexicano», fue la primera de circulación global. La prosperidad regional fue favorecida por leyes laborales pioneras, como la protección a mujeres embarazadas y a menores, y derechos como el descanso anual. La carga fiscal tampoco era excesiva, y había una política de solidaridad interterritorial. La estabilidad del imperio se mantuvo gracias a la defensa común y a una administración eficaz que garantizaba paz y desarrollo.
Más injusta nos parece la visión de la América española como un lugar de retraso cultural. Contrario a la creencia de una supuesta ausencia de Ilustración, España contó con una rica tradición de pensamiento, especialmente en el siglo XVI, con la Escuela de Salamanca, que influyó en el desarrollo del liberalismo y el derecho internacional moderno. Autores como Vitoria y Suárez anticiparon ideas que luego se atribuirían a pensadores anglosajones y centroeuropeos. El predominio español del siglo XVI abarcó también la ciencia, la navegación, la filosofía y la educación. Se construyeron más de veinte universidades, y se organizaron expediciones científicas como la de Balmis. España fue, además, la única potencia colonizadora que debatió públicamente la legitimidad moral de su conquista (la controversia de Valladolid), exigiendo un comportamiento ético hacia los pueblos indígenas. ¿Cómo fue posible este desarrollo?
España introdujo formas modernas de gobierno en América. La figura del virrey, los consejos, audiencias y corregimientos crearon un sistema administrativo eficiente y estable. Se implantó la «residencia», un mecanismo de control de gestión al final del mandato de los funcionarios. También existía la figura del visitador real, encargado de fiscalizar a los gobernantes locales. La justicia funcionaba de forma relativamente independiente y se instauraron límites al poder, como la duración de los mandatos. La articulación Iglesia-Estado mediante el Patronato Real fue clave para mantener el orden institucional.
Por lo que acabamos de ver, creemos que el mundo hispano debería reevaluar críticamente su pasado, alejándose de los mitos importados que lo condenan a un eterno atraso. Reconocer los logros del periodo virreinal (en gobierno, cultura, economía, derechos y mestizaje) no implica negar sus errores, sino comprender que hubo un modelo que funcionó durante más de tres siglos. En vez de seguir culpando a un pasado tergiversado, sería más útil rescatar sus enseñanzas para repensar el futuro del mundo hispano con mayor cohesión, dignidad y conciencia histórica.