José Luis Olaizola, el narrador de lo eterno

Olaizola fue, por su inquebrantable simpatía, una de las voces más luminosas de la literatura española durante décadas

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Hay vidas que se narran solas. La de José Luis Olaizola —que falleció el pasado martes a los 97 años— es de esas que se escriben con tinta de gratitud y memoria. Escritor, abogado, padre de familia numerosa —numerosísima—, conversador brillante y hombre de fe tranquila, Olaizola fue durante décadas una de las voces más luminosas de la literatura española. No por estridencia, sino por su inquebrantable serenidad, por su verdadera simpatía.

Nació en San Sebastián en 1927, cuando el país se asomaba al borde del abismo. Hijo menor de una familia de nueve hermanos y huérfano de madre a los dos años, José Luis creció en la posguerra con el rumor áspero de la pérdida y la ternura del amor fraterno. Desde joven mostró un carácter curioso, observador, que algunos atribuían a esa mirada un poco irónica que nunca abandonaba del todo, ni siquiera en los momentos serios. Era de los que saben escuchar antes de hablar. Y devolver una sonrisa por cualquier cosa.

Durante quince años ejerció como abogado, hasta que un día, como si le empujara una voz interior o la certeza de una vocación, decidió dejar los tribunales y dedicarse a escribir. Aunque el comienzo no fue fácil, a la perseverancia de José Luis rápidamente se sumó el talento. O viceversa. Con una máquina de escribir prestada y muchas dudas, comenzó su carrera literaria. No tardaría en cosechar éxitos.

El gran público lo conoció en 1983, cuando ganó el Premio Planeta con La guerra del general Escobar, una novela histórica profundamente humana sobre un militar que fue fiel a sus principios hasta el último momento. Fue una obra valiente, que abordó la Guerra Civil desde una perspectiva moral más que ideológica. Entonces los Premios Planeta todavía se daban a quienes lo merecían. Un año antes Olaizola dejó entrever su sensibilidad puesto que, en 1982, había ganado el Premio Barco de Vapor con Cucho, un relato infantil cargado de dignidad y ternura.

Desde entonces su actividad fue frenética. Escribió más de setenta libros, entre novelas, ensayos, biografías y obras para jóvenes. Algunos títulos destacan por su vocación espiritual, como Un escritor en busca de Dios, donde contaba su camino de conversión, o sus biografías noveladas de personajes como Teresa de Ávila o Tomás Moro. Fue también guionista, articulista y conferenciante incansable. Pero por encima de todo, fue un narrador de lo humano.

Una de sus facetas menos conocidas —pero quizá la más conmovedora— fue su trabajo con la ONG Somos Uno, dedicada a rescatar niñas víctimas de la prostitución en Tailandia. «Las niñas no me necesitan a mí —solía repetir—, yo soy el que necesita estar cerca de su esperanza». Gracias a su labor, miles de ellas fueron escolarizadas y más de doscientas llegaron a la universidad. Era una forma de vivir la fe con los pies en la tierra.

Quienes lo trataban lo recuerdan como un hombre afable, siempre dispuesto a la sonrisa. Tenía una frase para cada situación, una cita de Chesterton, una anécdota sobre Galdós, un chiste medio inglés, medio vasco. En una entrevista le preguntaron qué le hacía feliz, y respondió: «Comer con mis hijos. Aunque ya tengo que reservar sala de banquetes». Era cierto: tenía nueve hijos, veintiún nietos y varios biznietos. Siempre hablaba de ellos con orgullo y humor, en las columnas de opinión que ha seguido firmando hasta apenas unos días antes de su muerte.

En una entrevista, hace ya cuatro años, el escritor donostiarra repasó su vida y dejó entonces casi un epitafio: «Lo único que me queda por hacer es morir en gracia de Dios, pero mientras llega ese momento procuro vivir como si siguiera siendo joven: escribo libros y artículos, atiendo mi ONG Somos Uno y cuido de tener plan de vida». Los más cercanos ahora certifican que este plan de vida, vertebrado por una mirada en el cielo y unos pies en la tierra, se ha consumado.

José Luis Olaizola se va con la discreción con la que vivió: sin alardes, dejando una estela de afecto. Nos deja sus libros, sus artículos, su obra social y, sobre todo, el ejemplo de una vida vivida con alegría, sencillez y coraje. Hoy, quienes lo leímos, lo conocimos o simplemente lo admiramos, lo despedimos con gratitud. Su fe, su extensa obra, su colosal familia y su imprescindible sonrisa son ya una forma de eternidad.

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