El paso del ecuador de las cosas no solo implica cruzar sobre la mitad de algo, también nos obliga a hacer ejercicio de aceptación tácita, a reconocer el momento en el que se hace normal lo que hasta ahora era novedad. El hecho de agotar una primera mitad convierte lo novedoso en habitual, algo así como decirse a uno mismo «he concluido ese intervalo de tiempo que se me regala para adaptarme y comienzo el camino de lo que se consagra, a partir de hoy, como rutina». Y en esas, septiembre, que es reino de la adaptación y de la rutina, cruza su ecuador y se dirige peligrosamente hacia octubre.
Las playas se vaciaron de sillas y toallas, el silencio de la soledad volvió a inundar los pueblos perdidos y cada uno de nosotros regresó a sus quehaceres cotidianos. Nos fuimos de vacaciones, dejamos todo más o menos aparcado y, ahora que volvemos, lo retomamos en un punto similar al que lo dejamos. A pesar de ello, nos lamentamos por volver a una rutina que sentimos como un traumático castigo. Se nos regala la oportunidad de recuperar, conservar y convertir lo que dejamos y nosotros, con todo, ¡lo apreciamos como un castigo!
Mientras regresamos para continuar nuestras labores, otros lo hacen para deshacer —con todo el sentido del mundo— el trabajo que durante el año han realizado con mimo. ¿Qué hay de los jardineros? Pues que además de ser una profesión admirable, son los grandes protagonistas de septiembre a la vez que los olvidados en esto del regreso a la rutina. Después de estar un año aderezando y preparando los jardines, plantando y cuidando el césped que brilla bajo el sol de junio, podando y engalanando los setos, llega septiembre y comienzan a desvencijar los placeres visuales que el resto hemos disfrutado y lo hacen, precisamente, siendo conscientes de que esa es una parte también de su trabajo, aunque mientras dure el resto no podamos contemplar una obra que se fragua en silencio.
Llega el frío, los jardines se vacían, las hojas se caen, los árboles quedan raquíticos y las flores desaparecen. Pero los jardineros siguen trabajando en ese escenario en el que nada bello queda, al menos nada a primera vista. El regreso a la rutina del jardinero debe ser también el nuestro. Seguir preparando todo con la misma dedicación y empeño para que, llegado el momento, los primeros rayos de sol permitan entrever las pinceladas tímidas del trabajo de todo un año.
«¡Maldita rutina!», nos lamentamos mientras maldecimos el paso homogéneo de los días. Lo normal y lo discreto nos aburre y el ciclo guionizado de nuestros quehaceres se convierte en la sucesión insípida que lastra las aspiraciones personales. Si la rutina está bien para poner en valor lo extraordinario, desde aquí doblamos la apuesta y decimos que la rutina está bien, precisamente, para hacer lo extraordinario, para convertir unos hierbajos intrascendentes y un puñado de rastrojos secos en el más bello jardín sobre el que echarse.
Habla Francisco M. Ortega Palomares en su Ideario de la pesadez y la rutina, y lo hace así:
Me da vértigo el punto muerto
y la marcha atrás,
vivir en los atascos,
los frenos automáticos y el olor a gasoil.
Me angustia el cruce de miradas,
la doble dirección de las palabras
y el obsceno guiñar de los semáforos.
¿Y si el punto muerto, lejos de dar vértigo, es un amarre seguro al que volver cuando el mar se pone bravo?, ¿por qué no el cruce de miradas que a Palomares angustia puede transformarse en el más amable gesto que cambie un día fatídico haciéndolo algo más llevadero? Para muchos —uno se incluye en no pocas ocasiones— las rutinas son sinónimo irremediable de aburrimiento, generan un temor instintivo que surge cuando las vacaciones llegan a su fin y toca regresar a la vida guionizada. Para otros —inteligentes—, septiembre supone el retorno al hogar seguro, la garantía de un mundo sin sobresaltos, un camino que, siendo ya transitado, resulta más ameno y llevadero.
Nuestra sociedad de mochileros empeñados en conocer cada rincón del mundo menos el propio hogar, teme sentir la comodidad de la rutina. Nos confundimos al pensar que esto último implica ser un comodón que necesita alejarse de los peligros de la incertidumbre cuando, sentirse cómodo en la rutina no es sino abrazar la posibilidad de que los detalles cotidianos y la continuidad hecha costumbre den pie a encontrar lo más difícil, lo importante, esto es, lo sincero e imperfecto que sigue estando ahí y, aunque en la rutina no se hace tan vistoso, en esencia, permanece.
Cuando vivimos las cosas nuevas e inciertas del verano, la sorpresa nos conquista y la novedad empapa nuestras retinas de un arcoíris sobre el que se refleja lo distinto, lo desconocido. Todo es una cascada de emociones extremadamente finita en el tiempo que termina por resultar, casi siempre, en una sensación de insatisfacción por la velocidad con la que esta concluye. ¿El resultado? Llega septiembre y somos incapaces de mantener intacta nuestra labor en sociedad, labor que pasa por dar cumplimiento a Juan 15, 16: dar a los demás y lo que se de permanezca.
En esa sociedad que demanda experiencias exóticas constantes como requisito para ser feliz, es en la rutina donde podemos valorar nuestra capacidad de resistencia para vivir alejados de la idea que defiende que sólo lo impresionante, lo frenético y lo estrambótico merece nuestra atención. Navegar a través de la rutina nos permite examinarnos y determinar qué tan capaces somos de seguir haciendo cosas extraordinarias dentro de las labores que nos son encomendadas y de los deberes y obligaciones que nos corresponden. Cuando todo es fantástico es más fácil hacer de nuestra vida y de la de los demás una nube de risas y buen vivir, pero nuestra capacidad real para ello debe ser puesta a prueba en la ordinario, que es sinónimo de lo extraordinario por mucho que la RAE diga lo contrario.
Desear un hogar al que poder volver siempre no es de cobardes, sino un perfecto acierto. Querer tener ciertas ataduras en un mundo que reniega de ellas y anuncia la nada como camino a la realización personal es elegir bien, pues en la rutina parece más fácil atarse a un hogar, una familia, a ciertos amigos, al café, a los bares y a interminables sobremesas.
Hay que aprender a sostener nuestras inquietudes y ambiciones cuando no nos encontramos frente al mar o en la montaña, debemos ser capaces de mantener intactas nuestras enmiendas e intenciones cuando no somos bañados por los colores vacacionales y el optimismo del descanso, rodeados de la vorágine diaria, de los edificios y el apabullante ruido de las ciudades, del irritante rugir de los coches y de la sinfonía histriónica de los semáforos que agobia a nuestro poeta. Cuando el horizonte está despejado y nos movemos con la ligereza de las vacaciones sonreímos más, prometemos más y miramos más allá, en cambio al regresar a la rutina nuestra vista se nubla como si bajasen una persiana de realidad frente a nuestras narices, una persiana que nos impide seguir apuntando la mirada con la misma ambición. Ahí está el examen, ahí está el reto.