José Javier Esparza escribió hace poco en La Gaceta sobre «La batalla del Valle de los Caídos». Y la verdad es que su cierre podría enseñarse estos días en cualquier clase de política o filosofía: hay quienes piensan que defender cosas como una cruz es algo «demasiado épico». Pero, en realidad, no entienden que ya vivimos en una batalla. Esta premisa, la de ser consciente que hay mucho que defender y por lo que luchar ya de ya, es algo que se ha abandonado en los colegios. En nombre de la libertad y en nombre de la diversidad, la izquierda ha creído oportuno dar paso a la religión más política y beligerante de todas en nuestras aulas: el islam. De modo que la épica se impone por sí sola.

Lo sembrado no era para menos. El lenguaje inclusivo redundante, pleonástico y antipedagógico nunca ha llevado frenos ni sentido común. En España, no se ha hecho caso alguno a la inmensa mayoría de filólogos, pero es que tampoco han consultado a la gente de la calle. Vamos, a los que hablan de verdad. Antes bien, se ha impuesto un marxismo cultural que justificase semejante extravagancia. Quizás, y sólo quizás, la educación española lleva años entrando en ese devenir que afirma que, «si el modelo contradice la realidad, peor para la realidad».

Era cuestión de tiempo que el pensamiento mágico de pronunciar unas palabras concretas para transformar el mundo terminase fracasando. Mientras que unos saben hacia dónde rezar, otros se han quedado ciegos con tanta cuestión bizantina. Se decía que cuando Constantinopla estaba a punto de caer ante los turcos, los habitantes de la ciudad se hallaban enfrascados discutiendo problemas sobre si los ángeles eran machos o hembras (el sexo de los ángeles, cuestiones de género). Al final —para sorpresa de quienes defienden el género y el lenguaje inclusivo— perdieron la ciudad.

Otra quimera que la educación española lleva años abandonando es el papel de la Real Academia Española. Si bien se puede estar más o menos de acuerdo con la inclusión de ciertos términos durante las últimas incorporaciones, nadie podrá negar que sea una institución que nace en un contexto de despotismo ilustrado (1713) y por lo tanto, su tic autoritario de imponer una norma de forma jerárquica y vertical viene tanto de los principios lingüísticos de Saussure como de la soberanía del propio pueblo. Lo primero es intocable por ciencia pura, pero lo segundo está cada vez más en peligro por culpa de quienes nos gobiernan. De no atenernos al prestigio de las letras de Cervantes, pronto pasaremos a introducir cientos de palabras árabes vía Decreto Ley.

Hace mucho que la reflexión y el espíritu crítico han dejado de estar presente entre las asignaturas. A cinco años desde la aprobación de la última ley orgánica de educación, aún el Gobierno no ha justificado por qué ni siquiera se menciona el Griego o la Cultura Clásica. En efecto, cualquier ápice de cultura antigua y predecesora bastaría para arrojar luces a un tiempo de sombras. No dudemos un solo segundo que nuestras efemérides nacionales y occidentales dejarán de ser celebradas si al frente aparece la cultura impositiva del cordero, de Mahoma y del Ramadán en los colegios. Tanta falsa moderación provocará que la supuesta laicidad de estos días sea parte más bien de los libros de historia.

La forma de evaluar la educación en España viene atravesando una crisis psicoemocional que abraza el absurdismo. Escudándose en la diversidad —e ignorando siempre que todos pueden aspirar a lo máximo y a la excelencia— se ha ridiculizado la memoria y el estudio perenne de ambos codos en el escritorio. La debilidad, o antes bien, la poca capacidad de sufrimiento que se ha inculcado en los taifas educativos españoles, se suma a la falta de autoridad que sufre hoy la figura del profesor. A nadie le podrá sorprender por qué hay tanta falta de autoridad por parte del profesorado español al tiempo que algunos se presentan como animadores socio-culturales, activistas de una causa política, padres espirituales, coaches o compañeros de aventuras académicas de sus alumnos.

Otro tipo de épica se mostrará cuando surjan los debates entre el feminismo de género e ideología trans y la presencia de un alumnado musulmán en las aulas. Aquí, como también señalaba el propio Esparza en La Iberia de manera reciente, se debería insistir y recordar que «todos los intentos de secularizar a las sociedades musulmanas, muy intensos en el siglo XX, han fracasado: Irán, Irak, Siria, Egipto, Libia, incluso Turquía». De hecho, —y para batalla ganada la del islam en los últimos años—, «la reislamización del mundo musulmán es el hecho mayor del siglo XX en esa civilización». La tendencia hoy, de no defender lo nuestro, es acabar en manos del islam.

Todo esto sólo son aristas de una educación que está pendiente de sufrir cambios severos. El árabe y el islam en las aulas no han aparecido de un día para otro en nuestros pupitres, sólo han ocupado el vacío que la ideología buenista ha sido incapaz de llenar. Ahora, —usted que lee a tiempo y está en plena batalla—, cuide lo épico… porque todavía hay mucho por llegar.

Javier Santos
Portuense y conservador. De familia fuerte y grande. Cristiano, católico, apostólico y romano. Filólogo Hispánico y Estudios Ingleses. Señores, ¡Dios ha convertido en tontería la sabiduría del mundo! (1 Cor 1, 20)