El pasado 8 de octubre, el Congreso de los diputados aprobó, con una amplísima mayoría, la proposición de ley presentada por el PSOE para la ilegalización de la Fundación Francisco Franco.
Este no es sino un paso más en la agenda iniciada en 2007, cuando la izquierda decidió dar rienda suelta a sus pulsiones totalitarias, desenterrar viejos odios e impulsar la infame Ley de Memoria Histórica.
Desde entonces, la izquierda ha intentado imponer a través del BOE una visión única de nuestra historia reciente, algo propio del totalitarismo más acendrado y que espantaría a cualquier persona con un mínimo de convicciones democráticas.
Creo que no es necesario reseñar que no es tarea de los partidos políticos legislar sobre cuestiones históricas, pues esto es competencia de los historiadores. Pero en este caso la cuestión es especialmente sangrante, pues la izquierda española intenta imponer una visión histórica según la cual la Segunda República fue un período idílico y un oasis de libertades, mientras el franquismo fue una etapa negra que hay que condenar y repudiar. Y, por supuesto, dicho relato debe ir acompañado del señalamiento y persecución de todo aquel que tenga la osadía de alabar el régimen del general Franco.
Sobre esto, diré que no hace falta ser historiador para saber que se trata de un relato falaz y malicioso. La Segunda República estuvo lejos de ser la espléndida democracia que hoy nos quiere vender la izquierda. Durante la aventura republicana se atropellaron sistemáticamente los derechos y libertades de la mitad de la población, produciéndose durante esta etapa el estallido de la guerra civil.
Pero dejando a un lado los detalles de aquella etapa ominosa y el cariz totalitario de este tipo de normas, es necesario reseñar que legislar sobre episodios históricos es prácticamente imposible. La Historia es una ciencia compleja. Y lo es desde el mismo momento en que está protagonizada por una especie tan compleja como es el ser humano. Quienes amamos la Historia sabemos que está llena de aristas y matices. Intentar reducirla a un cuento de buenos y malos es, además de totalitario, un ejercicio pueril y simplón.
Esa complejidad la podemos observar en nuestra fratricida guerra civil. No es necesario investigar demasiado para descubrir que el relato de «militares fascistas contra demócratas» hace agua por todas partes. En el bando republicano, la lucha encarnizada entre las distintas corrientes y partidos era el pan de cada día, siendo precisamente ese factor el que los llevó al fracaso en la contienda.
Podría mencionarse la purga que hicieron los comisarios del PCE en el Batallón Alpino, unidad del ejército popular que operaba en la Sierra de Guadarrama. O el caso de Andreu Nim, dirigente del POUM que desapareció en extrañas circunstancias, sin que a día de hoy se sepa a ciencia cierta que le ocurrió. O la lucha fratricida a finales del conflicto bélico entre el coronel Casado y los comunistas, que terminó con el fusilamiento de tres tenientes coroneles del Estado Mayor de Casado por parte de los comunistas.
¿Por qué la izquierda no expone estos casos cuando decide desempolvar los viejos odios del pasado? ¿Por qué no han demostrado interés alguno en buscar el cadáver de Andreu Nim?
El motivo es que no les interesa el rigor histórico; están preocupados por la propaganda. Por el rédito político. Necesitan sembrar de revanchismo la trinchera en la que están sus potenciales votantes para que éstos nunca les abandonen. Inocular el odio en las nuevas generaciones para tener un nicho de votantes en el futuro, visto el fracaso de sus políticas económicas y sociales.
Pero el fin último de este tipo de normas va mucho más allá del mero rédito electoral. La ilegalización de la Fundación Francisco Franco sienta un precedente peligrosísimo. Hacen mal quienes creen que esto es una cuestión menor y que no debe ahondarse en el asunto para no hacerle el juego a la izquierda. La ilegalización de la fundación en honor a la memoria del general Franco puede ser la antesala de la ilegalización de una hipotética Fundación Manuel Fraga. A fin de cuentas, el fundador de Alianza Popular fue ministro de la dictadura. Una vez metidos en el peligroso laberinto de las ilegalizaciones, cualquier elemento que pueda relacionarse con la dictadura franquista puede estar en el centro de la diana.
Por eso no es descabellado pensar que este revisionismo histórico iniciado por la izquierda lo único que busca es acabar con el régimen nacido de la Transición democrática. Y con ello tener carta blanca para acabar con la Corona, el último reducto que impide a Sánchez y los suyos llevar a cabo el cambio de régimen que pretenden.
A fin de cuentas, el cambio de régimen fue posible gracias a la generosidad de los procuradores franquistas. Fue Miguel Primo de Rivera, sobrino del fundador de Falange, quien defendió en las Cortes el proyecto de Ley para la Reforma Política, que posibilitaba el camino hacia un nuevo modelo político. Y fue el mismo Franco el que decidió la reinstauración monárquica en la figura de Juan Carlos I.
Con todos estos elementos, la izquierda considera el actual sistema hijo del anterior régimen. Y por eso ha desplegado distintas estrategias de cara a intentar el cambio.
Por ello, es obligación moral de todos los que amamos la libertad y la verdad poner en pie pared. En primer lugar, sin aceptar su falaz revisionismo histórico; sabiendo que tenemos la verdad de nuestro lado. En segundo lugar, no poniéndonos de perfil ante este tipo de normas, oponiéndonos con todos los medios y derogándolas cuando lleguemos al poder. Es una cuestión en la que no valen las medias tintas. Nos jugamos la libertad.