Rusty Reno: «El consenso carnívoro de la posguerra ha terminado devorando el alma de Occidente»

Editor de 'First Things', una de las revistas intelectuales más influyentes del mundo católico, combina el tono reflexivo del teólogo con la precisión del ensayista que observa la deriva cultural de de nuestro mundo

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Russell Ronald Reno (Baltimore, 1959) habla con la calma del académico y la convicción del converso. Editor de First Things, una de las revistas intelectuales más influyentes del mundo católico, Rusty combina el tono reflexivo del teólogo con la precisión del ensayista que observa la deriva cultural de Occidente. Es un centinela que vislumbra nuestra decadente realidad desde una atalaya privilegiada. En Nueva York la miseria —pero también la Gracia— se hace más evidente.

Nacido en el seno de una familia episcopaliana —abundan en los Estados Unidos, qué remedio—, Reno se convirtió al catolicismo en 2004. Aquella caída del caballo marcó su pensamiento y su mirada sobre la modernidad. Antes de dirigir First Things, fue profesor de teología y ética en la Universidad de Creighton, y es autor de numerosos títulos como The Idea of a Christian Society o Fighting the Noonday Devil. Su fama en el circuito del catolicismo conservador, acaso del conservadurismo católico, le llegó con El retorno de los dioses fuertes, un diagnóstico tan terrible como sugerente sobre el vacío espiritual y moral de nuestra época.

En esta conversación, Reno repasa las causas de la desintegración cultural de Occidente, critica el consenso liberal de posguerra —un monstruo carnívoro— y defiende la necesidad de recuperar la tríada de «dioses fuertes»: fe, familia y patria. Aprovechándose de largas subordinadas y sesudos razonamientos, Rusty traza con nosotros una defensa de la tradición, con la serenidad de quien no teme la controversia y con la lucidez de quien ha aprendido que el verdadero hogar del hombre moderno sólo puede reconstruirse a partir de amores compartidos. Digamos que juega en casa.

Aceptando su premisa de que vivimos en un tiempo de desintegración, ¿qué es exactamente lo que se está desintegrando? ¿Qué valores se están perdiendo?

Diría que todo aquello que llamo «los dioses fuertes», las grandes fuerzas de cohesión. Creo que son tres las que están siendo cuestionadas o debilitadas especialmente: la fe, la familia y la patria. Y estas tres dimensiones son, en realidad, las formas más profundas de pertenencia.

Podemos pensarlo así: aquello que amamos como comunidad es lo que hace de un lugar un hogar. Compartir esos amores (dentro de una familia, de una religión y de una nación) genera el calor de la pertenencia. Pero hoy, esas pasiones compartidas se han enfriado; incluso se nos desalienta a sentirlas. Ésa es, en el fondo, una de las raíces de nuestra crisis contemporánea.

La nación, entendida como un pueblo coherente y unido, se percibe hoy con sospecha: defender la nación se ha convertido en una idea racista o xenófoba por el mero hecho de favorecer a los propios; sobre las otras dos, la fe está en declive en Occidente, y lo mismo ocurre con las familias.

¿Y es el mundo consciente de este enfriamiento de las pasiones compartidas? ¿O aún vivimos bajo la ilusión de que todo anda bien?

Es difícil pensar que todo marcha bien, viendo las convulsiones políticas de los últimos años. En mis libros hablo del «consenso de posguerra». Y cuando digo «posguerra», me refiero no sólo a la Segunda Guerra Mundial, sino al largo periodo de crisis entre 1914 y 1945: la Primera Guerra Mundial, con millones de muertos sin un sentido claro; la inestable paz posterior; la Guerra Civil Española, que muchos vieron como un preludio de un combate cósmico entre fascismo y comunismo; y finalmente, la Segunda Guerra Mundial, aún más devastadora.

Tras 1945, el consenso angloamericano —liderado por Estados Unidos y en menor medida por Gran Bretaña— concluyó que aquellas catástrofes fueron fruto del fanatismo, y que ese fanatismo nacía de los «amores fuertes»: el amor a la patria, la pasión ideológica y una fe intensa. La solución fue bajar la temperatura de la vida pública, desalentar las pasiones, mantener al margen a los «dioses fuertes».

Quizá en los años cincuenta eso tuvo sentido. Pero con el tiempo, ese consenso se volvió autodestructivo: una especie de «consenso carnívoro» —lo que llamo el consenso de la sociedad abierta— que terminó devorando el alma de Occidente.

Y aunque uno podría pensar que la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría podrían haber relajado ese consenso, ocurrió lo contrario: se intensificó. Cada vez se invoca más a Hitler como símbolo del mal, cuanto más nos alejamos de 1945. Como si todo lo que huela a fervor o a identidad fuera sospechoso de conducir al totalitarismo.

Así, si alguien expresa preocupación por la inmigración o por la cultura familiar, rápidamente se le tilda de fascista o autoritario. Y de este modo, llegamos a una sociedad en la que mucho se ha desintegrado… y ya no sabemos hacia dónde mirar para recomponerlo.

¿Pero fue verdaderamente un consenso consensuado? ¿O un as bajo la manga de ciertas élites?

Coincido con tu sugerencia: fue más bien un consenso impuesto. Pero es difícil articular una alternativa cuando no se permite hacerlo públicamente.

Lo vemos en Europa: en Alemania o Francia, los partidos que cuestionan la ortodoxia liberal —como Alternativa por Alemania o el antiguo Frente Nacional— son excluidos del sistema, tratados como apestados. Lo mismo ocurre en el mundo intelectual: cualquiera que proponga una visión moderadamente conservadora sobre la nación o la familia es acusado de extremismo.

El resultado es una cultura políticamente asfixiada. En mi libro propongo que debemos aprender a nutrir el retorno de los «dioses fuertes» que ennoblecen al hombre (la fe, la lealtad, el deber) para evitar el regreso de los que lo degradan. Porque nadie puede vivir en un mundo líquido, sin raíces ni certezas.

Nuestra tradición cristiana nos enseña que el Reino de Dios no es de este mundo, y por tanto nos previene de idolatrar lo político. Pero también nos llama a ordenar correctamente nuestros amores. No necesitamos un mundo sin pasiones, sino pasiones bien orientadas. Lo contrario —ese mundo burocrático, desarraigado y «sin amor»— no puede sostenerse.

Los dioses fuertes se debilitan pero los ídolos débiles se fortalecen. Ahí quedan los absolutos de la equidad, la inclusión, la diversidad… ¿Son estos los dioses apócrifos de mundo obsesionado con la muerte de Dios?

Toda sociedad necesita un consenso, y efectivamente, hoy ese consenso toma la forma de ideologías como la diversidad, la equidad o la inclusión. Algunos amigos me dicen: «¿No son estos también dioses fuertes?».

En cierto modo sí, pero son dioses punitivos y paradójicos: nos obligan a ser «no juiciosos», a celebrar la diversidad como dogma, pero en realidad destruyen cualquier forma sólida de comunidad. Yo los llamo «los dioses del debilitamiento». No es que ellos sean débiles, sino que nos debilitan a nosotros.

Su poder consiste en disolver las estructuras tradicionales —la familia, el sentido de los sexos, la pertenencia nacional— en nombre de una supuesta apertura. Por eso digo que vivimos bajo una tiranía del consenso de la «sociedad abierta».

El resultado es un mundo desintegrado, donde nadie distingue entre lo mejor y lo peor, donde toda jerarquía o convicción se percibe como sospechosa. Se promete paz, pero es una paz anoréxica: la calma del que ya no tiene nada por lo que luchar.

Tampoco nuestra evidente desintegración ha bastado para reconciliar a las dos grandes tradiciones políticas de Occidente (liberalismo y conservadurismo). ¿Pueden sobrevivir una sin la otra?

Ambas son, a la vez, sentimientos, tradiciones e ideologías. Y ambas son necesarias, aunque deben mantenerse en equilibrio.

Yo no soy «antiliberal» en el sentido clásico. El liberalismo, entendido como disposición, implica magnanimidad, una saludable desconfianza de uno mismo, la capacidad de distinguir entre el propio interés y el bien común. Esa es la vieja idea de una persona liberal: alguien generoso, abierto, capaz de respetar al que no comparte su verdad.

Pero tras la Segunda Guerra Mundial, el liberalismo se convirtió no sólo en un temperamento, sino en una ortodoxia. Pasó a ser la única moral, la única visión aceptable, incluso en el ámbito teológico. Todo lo demás fue proscrito.

El problema es que muchas de las instituciones humanas más fundamentales —como el matrimonio o la familia— no son liberales por naturaleza. El matrimonio, una vez contraído, limita la libertad individual. La familia implica autoridad y jerarquía. Y, sin embargo, la ideología liberal contemporánea rechaza toda forma de jerarquía o deber.

Por eso, cuando el liberalismo deja de ser un correctivo y se convierte en el único principio rector, devora a la sociedad desde dentro. Se convierte, nuevamente, en un dogma carnívoro.

¿Y qué puede ofrecernos el conservadurismo frente a este canibalismo?

El conservadurismo también es un sentimiento, una tradición y, en parte, una ideología. Me inspira mucho Samuel Taylor Coleridge, el poeta romántico, quien hablaba de la necesidad constante de dos grandes partidos: el de la permanencia y el del cambio.

Una sociedad sana necesita ambos: quienes preservan y quienes transforman. Pero en el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial, el «partido de la permanencia» fue demonizado como protofascista. Se lo expulsó del debate público, se educó a los jóvenes para que reprimieran sus impulsos conservadores.

Hoy necesitamos reequilibrar esa balanza. El conservadurismo, como sentimiento, nos recuerda que lo heredado merece respeto; que el mundo no comienza con nosotros. El liberal tiende a pensar que todo debe pasar por el tribunal de la razón y demostrar su inocencia. El conservador, en cambio, parte de que lo existente es inocente hasta que se pruebe su culpa.

Ambas perspectivas son necesarias, pero hoy vivimos un exceso liberal que ha roto el equilibrio. Por eso, la demanda de los votantes —el auge del populismo, la protesta contra la inmigración masiva, el descontento económico— refleja un anhelo de orden, de pertenencia, de hogar.

La gente no quiere vivir en un mundo desintegrado. La globalización y el tecnocratismo han creado una orfandad espiritual, económica y nacional. La mayoría siente que su modo de vida se disuelve, que las élites los desprecian y que las decisiones se toman lejos, en Bruselas o en despachos anónimos. No es extraño que el pueblo busque recuperar un lugar propio, un sentido de pertenencia. Eso es, en el fondo, lo que el populismo expresa.

Aunque los académicos arquean su ceja, tú insinúas que el populismo es un signo saludable del retorno de los dioses fuertes. ¿Debemos perder el miedo a esta etiqueta?

Sí. El populismo, entendido con rigor, no es una ideología sino un síntoma: la rebelión de los muchos contra el gobierno de los pocos. Puede adoptar formas de izquierda o de derecha, pero siempre expresa la frustración del pueblo ante unas élites desconectadas.

En las últimas décadas, las instituciones occidentales han sido capturadas por una élite progresista que impone su visión cultural y moral. Por eso, inevitablemente, el populismo actual es de derechas: porque el statu quo es de izquierdas.

Pero paradójicamente, el populismo conservador que emerge no es económicamente reaccionario: busca proteger al trabajador frente al capital global, recuperar la prioridad del bien común sobre los intereses financieros. En ese sentido, es más «progresista» que las élites que dicen serlo.

Por eso mi consejo es no dejarse intimidar por las etiquetas. Lo importante no es si una medida es «populista» o «conservadora», sino si responde a los males reales del cuerpo político. Si el problema es una inmigración descontrolada, se regula. Si es el abandono de la clase trabajadora, se reforma la economía. Si es la anemia espiritual, se renueva la educación y se devuelve sentido a la trascendencia.

Y si eso resulta ser «de derechas», entonces que así sea. Lo esencial es ver la realidad con claridad y no ceder al miedo.

¿El fracaso de Occidente llegó entonces por una cuestión de miedos?

Sí, por eso debemos vencer el miedo y recuperar la confianza. Tener la serenidad de saber que uno está viendo la realidad tal cual es. Las élites, en cambio, prefieren seguir mirando hacia 1939, temiendo el retorno de un enemigo que ya no existe.

No vivimos en sociedades fanatizadas, sino en sociedades desmoralizadas, vacías, que ansían motivos para creer y para pertenecer. La gente no quiere marchar bajo estandartes totalitarios, sólo busca un hogar. Y mientras no comprendamos eso, seguiremos sin entender lo que realmente está ocurriendo en Occidente.

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