Pedro Olalla: «Lo que la divinidad espera de nosotros no es que encontremos el sentido, sino que lo busquemos»

Palabras del Egeo (Acantilado, 2022) es la clase de griego que nunca tuvimos en el colegio, si es que alguna vez pudimos cursar la asignatura

Palabras del Egeo (Acantilado, 2022) es la clase de griego que nunca tuvimos en el colegio, si es que alguna vez pudimos cursar la asignatura. Un viaje que comienza en el mar, en busca de las palabras más antiguas, aquellas que comenzaron a tejer el mundo y a dotarlo de sentido. Sorprende descubrir cómo algunas de ellas —y no son pocas— las enunciamos con naturalidad en nuestras conversaciones, correos o tweets, sin percatarnos de su pasado, sin darnos cuenta de la influencia que han tenido en el devenir de la historia y la comprensión de nosotros mismos. Este ensayo, que navega hacia los orígenes de la civilización griega, es también un recordatorio de que somos el futuro de un pasado; de un pasado que nuestra época ha decidido demoler y olvidar. Hablamos con su autor, Pedro Olalla, quien nos responde desde las orillas del Egeo.

No tiene duda de que fue «la naturaleza, con sus rumores, sus chasquidos, su luz, sus movimientos, la que dictó a los hombres las primeras palabras». Recalca, por ejemplo, la imagen de la espuma del mar, que se asoció a la leche, y por eso, ambas se llaman Gala (la ninfa de la mar en calma, Galatea, y la leche de los senos de Hera que quedó derramada por el firmamento, Galaxia, Vía Lactea). ¿Una sociedad que no sabe contemplar la naturaleza silencia la palabra?

Palabras del Egeo aspira a ser, quizás, entre otras cosas, un libro sobre el logos: sobre esa corriente creadora que forman pensamiento y lenguaje fuertemente trenzados entre sí. El logos toma como materia prima la experiencia que brinda la naturaleza, y, a partir de esa experiencia, por un procedimiento combinado de onomatopeya y de metáfora, va elevándose desde lo más tangible hasta lo más abstracto, llegando a construir, con el tiempo, un complejo universo conceptual: ese universo de palabras, imágenes e ideas que hemos heredado de otros y que, ahora, compartimos y modificamos; y que es, en cierto modo, una lectura poética del mundo. El libro trata, pues, de despertar la conciencia del logos; y es, ante todo, un testimonio personal del asombro ante ella.

En cuanto a tu sospecha de que una sociedad que no sabe contemplar la naturaleza silencia la palabra, yo diría que esa incapacidad ha de restarle, al menos, conciencia del lenguaje, conciencia de la aventura humana plasmada en la creación del lenguaje a partir de los estímulos de la naturaleza; y esa pérdida —estoy de acuerdo— es, sin duda, una forma de silenciar las palabras, de privarlas de su biografía y de su largo camino como entes portadores de sentido.

Cuenta en el libro que el logos también es la razón creadora, una primera causa, un pensamiento divino del que emana y por el que discurre todo lo creado, como si se tratara de palabras que salen de una mente; un supremo atributo de la divinidad, del que el otro logos, el del hombre, es tan sólo un reflejo. ¿Estamos olvidando ese logos en la sociedad actual?

El logos es, ya desde tiempos antiguos, un concepto muy denso y complejo: arranca de la imagen de discurrir sobre un lecho y va elevándose, en grado de abstracción, hacia las ideas de contener, juntar y captar, hasta alcanzar una polisemia que, ya en época clásica, reunía los conceptos de palabra, discurso, relato, pensamiento, razón, causa, medida, proporción, cálculo, e incluso oráculo divino. Y, junto a esto, estaba ya en el logos la idea de una primera causa, capaz de conferir al mundo un sentido: encontramos alusiones a ella en Zenón, en Filón, en Plutarco, en Plotino, en el evangelio de San Juan…

El hombre ha vivido siempre con la necesidad de encontrar sentido, y todo tiempo ha conocido actitudes personales y relatos colectivos para servir a esa necesidad, siempre de forma provisoria. Hoy, sin duda, seguimos ante ese mismo reto, con el agravante de haber asistido al cuestionamiento o al derrumbe de algunas de esas respuestas provisorias. Pero seguimos, sin embargo, conviviendo con la necesidad, portadores de un extraño vacío; tal vez, porque, como sugiero en el libro, tengamos que aceptar que nuestro don es la inquietud y no el sentido; o, dicho de otro modo: porque lo que la divinidad espera de nosotros no es que encontremos el sentido, sino que lo busquemos.

También nos habla del mito, como una nave capaz de transportar antiguos mensajes al futuro; como un relato común, sustentado por la memoria colectiva y destinado a crecer para seguir viviendo. ¿Podemos, pues, vivir sin mitos? ¿Podemos crear mitos –relatos colectivos– en las sociedades individualistas del siglo XXI?

El mito del que yo hablo en la obra es una realidad cultural de las civilizaciones más antiguas, una realidad que conocemos, de manera especial, a través de su huella en las distintas manifestaciones de la cultura griega. Es un relato colectivo sustentado fundamentalmente en la palabra; y es también una realidad intersubjetiva, es decir, una «realidad» que, sin ser objetiva, puede influir sobre las cosas como si lo fuera, por el hecho de hallarse sustentada por una subjetividad compartida entre todos. Hoy, claro está, seguimos cultivando y generando relatos intersubjetivos (las religiones, los nacionalismos, las conciencias identitarias, el capitalismo o el dinero lo son), y podríamos llamarlos «mitos» en referencia metafórica a esos otros relatos colectivos antiguos; pero sólo metafóricamente, puesto que los relatos antiguos constituyen, en puridad, una realidad histórica distinta; y nos interesan, precisamente, por ser una amalgama portadora de elementos históricos, rituales, políticos, sociales, éticos, religiosos, geográficos y de otros muchos órdenes que constituye la memoria más remota de la humanidad y que nos ofrece un corpus valiosísimo de datos susceptible de ser analizado en cada época con herramientas y perspectivas nuevas.

Todos estudiamos en el colegio que las primeras civilizaciones tuvieron lugar en Mesopotamia y Egipto, pero su libro trata de argumentar que la cultura griega es mucho más antigua de lo que se cree, y que tuvo una influencia significativa en estas dos primeras civilizaciones. Si esta teoría es cierta, cambiaría por completo nuestra forma de comprender la historia.

Este libro no ha sido escrito con la pretensión de ser ningún giro copernicano. Está escrito con respeto y humildad ante todos los que han trabajado y trabajan por conocer la realidad con ayuda de la ciencia; pero la ciencia es lo contrario del dogma, y, si aparecen evidencias nuevas, hay que revisar la solvencia de las antiguas teorías. Esto, precisamente, es lo que viene sucediendo, en las últimas décadas, en todos los órdenes: nuevas evidencias y herramientas de análisis nos sitúan ante nuevos interrogantes y nos conducen, en ocasiones, a conclusiones diferentes. Honestamente, creo que ya no se sostiene la visión de que la civilización sería como un hilo que sale de Mesopotamia y ensarta sucesivamente a sumerios, egipcios, acadios, babilonios, hebreos, fenicios y otros pueblos, hasta llegar aquí, al territorio histórico de los griegos, quienes habrían comenzado a gestarse como pueblo en el segundo milenio antes de Cristo, venidos de otro sitio impreciso e imponiendo su lengua y su visión del mundo sobre un confuso sustrato cultural mediterráneo, ajeno a sus orígenes y llamado con condescendencia pre-griego. Creo que cada vez hay mayor evidencia para pensar en el remoto origen de una civilización en el espacio de las tierras que, en sentido lato, rodean el Egeo, y en su continuidad en ese espacio; cada vez hay mayor evidencia para pensar que lo pre-griego es, en realidad, proto-griego. Por eso, teorías como la del Creciente Fértil, Ex Oriente Lux, la Llegada de los griegos, la Expansión del indoeuropeo o lo que se dice habitualmente sobre el origen del alfabeto o la escritura necesitan un cuestionamiento.

Expone, además, la hipótesis de que los antiguos navegantes del Egeo llegaron a América, a Terranova y al Caribe, y que incluso alcanzaron los Grandes Lagos adentrándose por el Mississippi. ¿Cómo es posible que tales conocimientos sobre el mar y la navegación se perdieran en el transcurso de la historia y que podamos recuperarlos ahora?

Aunque cueste imaginarlo, en varias fuentes clásicas, desde Homero a Plutarco o a Crates de Malos, encontramos bastantes referencias que autorizan a creer en la navegación por los océanos y en el conocimiento de las tierras del otro lado del Atlántico. El «progreso», en la Historia, no ha sido siempre una línea recta y ascendente, y hoy damos por hecho que ha habido momentos de avance y retroceso, que ha habido altibajos y períodos de pérdida de información y de conocimiento. Como decía antes, a la luz de nuevas evidencias y herramientas, desde el análisis de materiales hasta la genética o la generación informática de modelos geográficos o astronómicos, hoy podemos releer esas fuentes antiguas y reconsiderar como posible lo que creíamos que no lo era. Eso es lo que yo trato de exponer y argumentar en el libro.

«Lo más valioso que ha inspirado la cultura griega —escribe— ha sido una actitud de resistencia: la resistencia frente a la hostilidad del hombre con el hombre»; lo que, junto a otros rasgos, describe como «actitud humanista». En nuestro tiempo, ¿cuál es el mayor peligro para el humanismo?

El que ha sido siempre: el egoísmo, la indiferencia, la inconsciencia. El humanismo existe como una actitud de cultivo para combatir, precisamente, esos peligros. Y si, históricamente, hemos conocido la secular explotación del hombre por el hombre, creo que en el futuro próximo parece vislumbrarse algo aún peor: la indiferencia del hombre hacia el hombre. A medida que vamos siendo más prescindibles para la producción de recursos y que dichos recursos se acumulan cada vez en menos manos, se va dibujando el escenario de la silenciosa indiferencia del hombre hacia el hombre: la condena del grueso de la humanidad a la marginalidad de un sistema pensado para satisfacer el egoísmo de unos pocos. La alternativa a esa perversión es, en mi opinión, un humanismo consciente y militante.

Gabriel Plaza ha sacado la mejor nota de selectividad en la Comunidad de Madrid, un 13,96, y ha decidido estudiar filología clásica. ¿Qué le diría a este joven?

Respeto plenamente su decisión. Si ha demostrado una capacidad tan alta en sus estudios, no hay por qué suponer que no la tiene para decidir en qué invertir dicha capacidad en estudios futuros. Suyos son la capacidad, el criterio, la decisión y la vida. No temo que, por su decisión, acabe desaprovechado e infeliz.

¿Cómo podría el griego recuperar el espacio que le pertenece en las aulas?

Con el respeto de la sociedad y los legisladores, y con la capacidad de los docentes para descubrir y transmitir su valor y su encanto. Quizá haga falta más gente como Gabriel Plaza.

¿Cuál es su isla preferida del Egeo?

A esa pregunta no sé responder. Tal vez sea ésa que es la suma de todas en mi imaginación.

Pablo Gasull
Pablo Gasull
Periodismo y Filosofía de formación, trabajo en la consultora de comunicación PROA y hago entrevistas en CFA Society Spain. Tengo dos manías: leo libros en papel y me encanta subrayarlos. Reacio a las verdades absolutas, pero aliado de las firmes convicciones. Feliz en alta montaña, agradezco el silencio y averiguar los nombres de los árboles.