Tiene escrito Javier Almuzara un aforismo precioso: «Todo lo que no sirva para ganar la eternidad es perder el tiempo». Desde que lo descubrí una mañana feliz de trabajo he tratado de vivir con estas palabras en mente, como trazando una línea imaginaria de lo eterno y lo efímero. ¿Puede acaso llevarme este vagón de Metro a la eternidad? ¿Me servirá tal lectura en las postrimerías de mi vida terrena? ¿Es quizás este banal rato en Twitter una efimerísima pérdida de tiempo?

El aforismo me seduce, como todos los buenos, por aquello que expresa sin decir: en una época empeñada en ganar la utilidad y el pragmatismo, reivindicar la eternidad como medida de todas las cosas, a modo de Protágoras antimoderno, me parece entusiasmante. Ciertamente es profundo el abismo que va de la eternidad a la utilidad, acaso a la productividad. Qué distancia inconmensurable hay entre aquello que nos eleva y aquello que nos aprisiona en lo mundano.

Ahora bien: hay en esas palabras de Almuzara una pequeña trampa, pues me resulta algo contradictorio enarbolar la bandera de la eternidad junto al verbo «servir». ¿De verdad creemos que hay en el mundo cosas suficientes para ganar la eternidad? ¿Qué méritos terrenales puede acumular el hombre para merecer la eternidad? ¿Qué prodigiosa acumulación de efimeridades puede ser premiada con lo eterno?

Y una segunda trampa: en su bellísimo aforismo Almuzara nos da a entender que la pérdida de tiempo es contraria a la eternidad, que malgastar nuestros minutos supone una forma de mundanidad. ¿Pero acaso no hemos experimentado cientos de veces lo eterno en lo inútil? ¿No hemos palpado la eternidad en un tiempo perdido a los ojos del mundo pero ganado bajo la óptica del corazón? ¿No es perder el tiempo, por paradójico que pareca, una forma de ganar la eternidad?

Aunque tampoco me convence el in medio virtus aristotélico, sí creo ahora que ninguno de los dos extremos deba ser dogma en nuestra vida. Ni todo tiene que ser por amor al arte (una pretendida búsqueda meritocrática de la eternidad) ni tampoco todo por rechazo al arte (un empeño por la suficiencia de lo efímero). Las teselas del mosaico se van arrejuntando unas con otras y tan necesario es un borde monocromático como la mejor tallada de entre las piezas.

Me acuerdo ahora de una idea que repite con gracia el profesor Santiago Álvarez de Mon: hacer una cosa es la única forma de hacer muchas cosas. El académico sostiene entusiasmado que sólo podemos aspirar a lo grande si antes hemos aprendido a dominar lo pequeño, que es poquito a poco como se hacen muchas cosas. Que sólo con lo efímero, podríamos traducir, aprendemos a ganar lo eterno.

Y frente a su idea, veo con pasmo la certeza de nuestro tiempo, que en cambio nos exhorta que hacer muchas cosas es la única forma de hacer una sola cosa. Este mes de marzo me imagino a San José haciendo una mesa en su taller con esmero, algunas veces perdiendo el tiempo, siempre ganando la eternidad. Le veo tallando con minucia algunos detalles efímeros, haciendo una cosa para hacer muchas. Y pienso también ahora en esa mesa del Ikea que seguramente haya circulado por muchos países —un contrachapado sueco, aquellas tuercas danesas, esa llave allen escandinava— para que al final, hay que joderse, te la tengas que montar tú.

Bien mirada, eso sí, hasta esa efímera pequeñez nos puede servir para ganar la eternidad.