Fue el 20 de mayo de 325, en la ciudad de Nicea —la actual İznik en Turquía—, cuando se inauguró un evento que marcaría de forma indeleble la historia del cristianismo y, por extensión, de la civilización occidental: el Primer Concilio Ecuménico. Justamente hoy, 1700 años después, el Concilio de Nicea sigue siendo una referencia cardinal para entender la teología cristiana, las estructuras eclesiásticas, y el vínculo entre religión y poder en la Antigüedad tardía.
Convocado por el emperador Constantino I, el Concilio de Nicea no fue un evento religioso más, sino el primer gran intento de unificación dogmática en el cristianismo tras su legalización en el Imperio romano mediante el Edicto de Milán (313). Constantino, aún no bautizado, buscaba estabilizar un imperio sacudido por disputas doctrinales que amenazaban la unidad social. ¿La más urgente de todas ellas?: la controversia arriana.
El presbítero Arrio, de Alejandría, afirmaba que Cristo no era eterno ni consustancial al Padre, sino una criatura sublime. Esta doctrina —que pronto se extendió— había logrado dividir a comunidades enteras y cuestionaba la base trinitaria de la fe cristiana. En respuesta al arrianismo, Constantino reunió en Nicea a más de 300 obispos de todo el mundo romano para deliberar, definir y, en última instancia, condenar esta posición.
Uno de los resultados más duraderos del concilio fue el Credo Niceno, que todavía hoy se recita en muchas liturgias cristianas. En él se afirma que el Hijo es «Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial (homoousios) al Padre». Esta fórmula teológica no solo derrotaba al arrianismo, sino que establecía un canon teológico que sería norma durante siglos.
Este paso no fue meramente doctrinal. Al definir lo que significaba ser cristiano, el Concilio también excluyó otras interpretaciones, creando una ortodoxia que pasó a estar íntimamente ligada al poder imperial. La Iglesia comenzaba a institucionalizarse como una fuerza coherente y estructurada, y este modelo de concilio ecuménico se replicaría una veintena de veces más en la historia.
Además de definir cuestiones doctrinales, en Nicea se abordaron temas disciplinarios. Se establecieron normas sobre la ordenación de obispos, la fecha de la Pascua (se fijó como la primera luna llena tras el equinoccio de primavera), y la prohibición del traslado arbitrario de clérigos entre diócesis. Estas medidas reflejan una Iglesia que, por primera vez, se percibía a sí misma como una institución universal y con vocación de perdurabilidad.
Aunque las decisiones de Nicea no fueron aceptadas de forma inmediata ni universal, marcaron un punto de inflexión. En los siglos siguientes, el cristianismo dejó de ser una religión perseguida para convertirse en eje del poder romano, y más tarde en columna vertebral de la civilización medieval europea. El ideal de una fe unificada, guiada por concilios y vinculada al poder político, nacería precisamente en este encuentro.
Nicea simboliza, en cierto modo, el nacimiento de la cristiandad como proyecto cultural, teológico y político. Fue el primer intento consciente de definir un corpus doctrinal que trascendiera las particularidades locales. En pleno siglo IV, ese gesto fue profundamente revolucionario.
Hoy, 1700 años después, el Concilio de Nicea sigue siendo una piedra angular del cristianismo. Su aniversario ha sido recordado por diversas Iglesias, desde el Vaticano hasta comunidades ortodoxas y protestantes. No es solo una efeméride religiosa: es también una oportunidad para reflexionar sobre los orígenes de Europa, el papel de la religión en la vida pública y el modo en que se construyen los relatos de autoridad.
En tiempos de creciente pluralismo y secularización, revisitar Nicea nos invita a repensar la relación entre fe y razón, dogma y diálogo. ¿Qué significa hoy «unidad» en un mundo religioso fragmentado? ¿Es posible un nuevo ecumenismo más allá de credos heredados? ¿Podemos recuperar el espíritu de deliberación sin caer en viejas exclusiones?
Más allá de la evidente efeméride eclesiástica, el aniversario de Nicea merece un lugar en la conversación cultural. Es un momento clave para la historia del pensamiento, para la evolución de los sistemas normativos, e incluso para la configuración de lenguajes filosóficos y conceptuales que aún usamos. Nicea no es un episodio aislado de historia religiosa: es uno de los cimientos intelectuales de nuestra civilización.