Comentaba en mi artículo anterior, muy de pasada, la curiosa situación respecto a la salud mental. Porque no creo que haya habido ningún momento en la historia en el que se haya hablado más de salud mental, y menos salud mental se haya tenido. Estoy seguro de que en la Edad Media tenían más salud mental.

Elucubraba sobre que no falta salud mental, sino espiritual. Ya hice alguna referencia a la superficial emocionalidad de nuestros días, al postureo de hipersensibilidad desbocada que no profundiza en el yo interior, sino que se queda en el nivel más animal, menos humano: en las reacciones y en lo más inmediato y espontáneo, en lo que no trasciende. Pero resulta que una salud mental positiva no puede fundarse sobre nuestra parte animal ni sobre unos sentimientos a flor de piel que no responden a nuestro yo: nuestra salud mental debe reposar sobre nuestros cimientos más firmes, aquello que se mantiene y trasciende, lo que nos hace ser quienes somos y respeta nuestra esencia y nuestra naturaleza.

Resulta paradójico que desde las esferas políticas y mediáticas de la sociedad occidental se repita con asiduidad enfermiza el mantra de la salud mental, mientras se despliega una campaña sin precedentes contra nuestro bienestar. Hay debates parlamentarios, noticias y multitud de podcasts que tiene por objeto la concienciación y la protección de la salud mental, y eso está muy bien —aunque siempre se queden cojos, pues obvian la esencia espiritual del hombre—, pero hay aún un número mayor de debates parlamentarios, noticias y podcasts cuyo único fin es provocarnos angustia. Las esferas políticas y mediáticas buscan tu angustia.

Buscan angustiarte por la pandemia, angustiarte por la emergencia climática, angustiarte por una guerra que se libra a miles de kilómetros de aquí, en una esfera geopolítica distinta a aquella en la que vive España. Pero lo peor no es sólo que nos quieran angustiados, sino culpables.

Culpables por no llevar mascarilla en el campo y por querer sentir el aire en la cara, por no bañarnos con gel hidroalcohólico, por querer estar calientes en invierno y frescos en verano, culpables por no sentirnos culpables por una guerra ajena y provocada por la industria armamentística del siempre insatisfecho capitalismo financiero y el omnipresente neoimperialismo estadounidense, culpables por comer carne, por conducir, por viajar en vacaciones, por ducharnos cada día el tiempo que queramos: culpables por querer vivir nuestra vida. Angustiados y culpables nos quieren, para poder manejarnos siempre a su antojo, como marionetas en el teatro de guiñol del mundo.

En la Edad Media tenían más salud mental, porque en la Edad Media la humanidad estaba mucho más en contacto con la divinidad y, por ende, con su propia naturaleza. Aún a pesar de la falta de una interminable lista reglada de Derechos Humanos, del Convenio de Ginebra, de las plataformas de streaming y de Wikipedia, a pesar de ser una época retratada hoy en día en barro, mugre, monocromía y oscuridad, estoy seguro de que el hombre medieval tenía más salud mental que nosotros, porque vivía en la realidad de su día a día y siempre con la conciencia de lo trascendente, al ritmo de un horario marcado por las campanas de la iglesia.

Porque la lejanía de Dios inevitablemente angustia. Hablar de salud mental no es tenerla, y no se puede tener verdadera salud mental negando la esencia espiritual del hombre, al igual que no se puede calmar la sed sin beber de la fuente.

«Venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera». (Mt. 11, 28-30)

Alejandro Cuevas
Eterno aprendiz. No esperes sino honestidad, simples reflexiones y muchas preguntas de alguien que busca, como observador, comprender el mundo. Las respuestas, de momento, no las tengo.