Aquí abajo no hay plenitud. El paraíso nunca quiso abrir sus puertas. Si no soy yo, es la mirada vacía y desesperada de la mujer que duerme enfrente de mi portal lo que me aflige. La presencia del mal en el mundo nos arrolla a menudo. Quizás nosotros estemos bien, pero siempre hay un rostro que sufre, una historia terrible, una injusticia o un accidente que nos oprime el corazón. Kant dijo que el mal no necesita demostrarse; ya se muestra él sin vergüenza.
El sufrimiento nos acompaña desde el inicio de la vida. Nacemos con el dolor del parto de nuestra madre y el llanto que aviene al respirar por primera vez. Ese valle de lágrimas, que en la adolescencia me parecía una concepción pesimista de la vida, ahora se revela más realista. ¿Por qué nos cuesta vivir? ¿Por qué a veces la vida es tan difícil?
El relato de un supuesto Edén es controvertido y fascinante. Eva no sufría, no sudaba, no conocía la muerte. No tenía necesidades ni enfermaba. No se sentía débil ni vulnerable. ¿Lloraba? Llevaba una vida apacible, sin complicaciones ni conflictos interiores. La historia del pecado original nace con la pretensión de explicar el origen del dolor y del mal. Según la metafísica cristiana, Dios no pudo crear la muerte ni la enfermedad ni la curiosidad de Eva por saberse como Él. Sin embargo, descubrimos una fisura: ¿Es posible explicar la vida humana desde la plenitud? ¿No es esta visión en cierto modo antihumana? Emily Dickinson sospecha que la vida en el jardín es muy aburrida porque no hay trabajo ni esfuerzo: «No me gusta el paraíso porque es domingo todo el tiempo y el recreo nunca llega». Tampoco acontece la temporalidad, y me sumo a la convicción del Aquiles de Hollywood de que los dioses nos envidian porque somos mortales: «Todo es más hermoso porque hay un final», como le dice a Briseida en la película de Troya.
Escribe Esquirol que querer entender al hombre en términos de plenitud lleva a un callejón sin salida. Las políticas que soñaron con el paraíso terrenal o las promesas del transhumanismo, queriendo alcanzar la plenitud, producen lo inhóspito. El dolor es una cualidad ontológica, no es posible erradicarlo. Y dudo de que en el cielo también estemos libres de la adversidad; siempre quedará la posibilidad de sufrir por las desgracias de abajo, de un hijo desdichado o un amigo perdido. A pesar de que la metafísica cristiana —o al menos parte de ella— considera que el sufrimiento es una imperfección y que por tanto Dios no padece, un sacerdote me dijo una vez que, si Dios ama, también sufre.
El mundo de hoy ha olvidado nuestra condición vulnerable. El dolor, en lugar de ser una realidad inevitable, se comprende como un fenómeno extraño. Así, tener una buena salud mental consiste en no aquejarse por nada, vivir sin conflictos ni afecciones. La ansiedad es un signo de enfermedad que, lejos de normalizarse, se percibe como un estado inusual. Sin menospreciar el problema de la salud mental, el incremento del consumo de ansiolíticos responde en cierta medida al rechazo del dolor como parte de nuestra condición. En lugar de afrontarlo como una realidad, queremos dejar de sufrir, volver al paraíso, y eso no es posible. La última encuesta del CIS concluía que el 35,1% de los españoles admite haber llorado en el último año y medio. Una periodista lo destacaba en una noticia como indicador de nuestra mala salud mental. Sin embargo, creo que lo raro sería que no lloráramos al menos una vez al año.
Si el sufrimiento es inevitable, ¿qué nos redime? Volvamos al Edén, donde Dios prohíbe a Adán y Eva comer del árbol del conocimiento y les advierte que el día que lo hagan morirán. ¿Por qué? La modernidad deposita sus esperanzas en el progreso; es el camino para superar nuestra condición vulnerable y dejar de sufrir. Su fe se basa en el poder del conocimiento, que nos permite dominar —tecnificar— el mundo y ser autosuficientes. Ese fue el pecado de Eva: pensar que el conocimiento nos salva, que el progreso algún día nos conducirá al cielo y prescindiremos del que tenemos ya arriba.
En el lenguaje bíblico —reflexiona José Antonio Marina—, la verdad no es aletheia (conocimiento), sino acción amorosa. Así, el camino al reino de Dios no parte del conocimiento a la acción, sino de la acción al conocimiento. Sólo a través de la experiencia del amor descubrimos la verdad de Dios y nos acercamos, aunque sea un poco, a las puertas del Edén. Quizás el progreso consista más en amarse bien que en abrazarnos al metaverso o depositar nuestras esperanzas en la inteligencia artificial. Aquí abajo no hay plenitud, pero podemos aspirar a un amor imperfecto y débil, a un amor valiente que asuma y no tenga miedo del dolor. Lo que más se parece al paraíso es justamente reconocerse fuera de él, sentirse vulnerable y necesitado de los otros. Sólo así sabremos que el cielo tiene sentido.