En estos días se está hablando mucho de un «patriotismo europeo». El tema es pertinente, pero el llamamiento llega un poco tarde. Muchos de los que ahora pretenden invocar a Europa como patria hicieron todo lo posible por desdibujarla en sus contornos más nítidos: las raíces cristianas, las formas de la vida y del espíritu europeos, el pasado común de los pueblos… Esos que ahora llaman a acudir a salvar a Europa son los mismos que la han puesto en peligro queriendo convertirla en unos «Estados Unidos de Europa» a costa de las naciones, de los Estados nacionales y de la voluntad de sus ciudadanos. Se proclama el nombre de Europa para defender el multiculturalismo, el fanatismo climático, el progresismo y, en suma, todas esas cosas que han hecho a Europa irreconocible.
En 2017, un grupo de intelectuales europeos firmaron la Declaración de París, que llevaba por título «Una Europa en la que podemos creer». Fue uno de los textos más lúcidos de la pasada década. Allí se apuntaba ya al verdadero problema de nuestra civilización: «Europa, con todas sus riquezas y grandezas, está amenazada por una falsa comprensión de sí misma. Esta falsa Europa se imagina a sí misma como la culminación de nuestra civilización, pero en realidad quiere confiscar nuestro hogar. Recurre a exageraciones y distorsiones de las auténticas virtudes de Europa al tiempo que se mantiene ciega a sus propios vicios. Aceptando con complacencia caricaturas parciales de nuestra historia, esta falsa Europa sufre la hipoteca de un insuperable prejuicio contra el pasado. Sus partidarios son huérfanos por elección y pretenden que ser huérfano, no tener hogar, es un noble logro. De este modo, la falsa Europa se felicita a sí misma como la precursora de una comunidad universal que no es ni universal ni comunidad».
Ahora los responsables del robo de nuestro hogar alzan la voz pidiendo auxilio y descubren que los europeos se mueven por el amor al hogar, a la familia, a los hijos y no por la defensa del planeta o la tolerancia con quienes no quieren integrarse. Los mismos que pretendían diluir las naciones están descubriendo que, sin naciones, no hay Europa posible. Sin duda hay un fondo común civilizacional: la cristiandad, cuyo nombre y cuya memoria los que ahora gritan trataron de silenciar durante décadas. Se fomentó la inmigración islámica. Se promovió el multiculturalismo. Se trató de erradicar la cultura cristiana. En lugar de corregir la deriva laicista y secular de la modernidad, se apretó el acelerador de la descristianización. ¿Debemos recordar los intentos de difuminar la Navidad? ¿Es preciso traer a la memoria las campañas de normalización del hiyab? Ahora muchos descubren que los europeos ya no se reconocen en esa Europa cuyo patriotismo se fomenta.
Se hacen llamamientos a la guerra sin valorar que, además de las fuerzas armadas, son precisas las fuerzas morales: esas que a Europa le fueron arrebatadas hace décadas. El pacifismo suicida ha conducido a que casi nadie quiera hoy empuñar las armas para defenderse. La diferencia entre la Europa que combatió a Hitler y la de nuestros días es que aquella creía en algo y la de hoy cree en cualquier cosa, es decir, no cree en nada. Los mismos que declararon la guerra a las clases medias europeas pretenden hoy que se envuelvan en la bandera azul estrellada. Querían acabar con el consumo de carne. Se sentían incómodos con la Navidad. Aún siguen queriendo acabar con el campo so pretexto de salvar el planeta. Mientras unos añoraban el pasado, otros pretendían imponer un futuro.
Ahora señores como Guy Verhofstadt buscan quien enarbole una bandera que ellos mismos convirtieron en ajena. Los mismos que nos arrebataron el hogar quieren ahora que nos agrupemos tras ellos. Sin duda hemos de salir en su defensa, pero ellos son parte del peligro. Europa necesita un cambio de rumbo radical si quiere salvarse.
La Declaración de París es una buena orientación para el futuro.