Todos los aficionados nos hacemos esta pregunta: ¿Y ahora qué? Ahora nada, porque después de él, nadie. A pesar de la calamidad, creo que hay que mirarlo desde otra perspectiva, pues es el momento de celebrar a un torero para la historia, la que se escribe con mayúscula.
Pudiendo vivir de los aplausos, Morante decidió encontrar su razón de ser en los ecos de las voces de ultratumba que le llegaban desde lo más profundo del Hades del toreo. Sacó a Joselito el Gallo del sarcófago de Benlliure para devolvérnoslo con sus trajes y capotazos de leyenda. De Belmonte rescató ese corazón afligido y arrebatado, ese que Bailaor le atravesó a distancia en Talavera y que ni el tiempo ni los amores pudieron curarle. De Chicuelo, el garbo; de Manolete, la verticalidad; de Paula, el duende; de Bienvenida, el redondo; y de Curro, la pasión de Sevilla. Fue todos y ninguno, poniendo al servicio de la tauromaquia inmortal su alma descorchada y un cuerpo que sólo respondió a las más sinceras pasiones.
José Antonio ha sido un maestro total. Ha trascendido su figura, su tiempo y la esfera de lo más estrictamente taurino. Desde la pandemia del COVID se encomendó la misión de devolver la tauromaquia a un esplendor para muchos olvidado, y vaya que si lo ha conseguido: plazas llenas, audiencias disparadas, abuelos que vuelven a las plazas, jóvenes que las descubren, niños que le idolatran. Quizá, pese a todo lo que ha hecho en los ruedos, este sea su mayor legado: darle una nueva vida al mundo por el que ha entregado la suya. Oscurecido ante las sombras de la muerte, de lo desconocido, de los abismos de una mente que ni él entiende, ha sido capaz de realizar faenas inconmensurables, en las que lo trágico ha servido de torno para alcanzar lo eterno en unos segundos de efímero clamor.
Porque Morante no sólo ha toreado contra toros, sino también contra sí mismo. No hay épica sin sufrimiento, ni belleza sin riesgo, y él lo comprendió mejor que nadie. Su historia no es la de un triunfador complacido, sino la de un hombre que se miró al abismo y decidió crear arte desde el vértigo. Como los genios malditos del Renacimiento o los poetas románticos que buscaban redención en la tragedia, José Antonio ha encarnado la figura del artista total, aquel que se ofrece entero a su obra aunque le cueste la vida. En él, el torero y el hombre se confunden, y de esa lucha nace la verdad más pura.
¿Quién nos lo iba a decir? Que un hombre podía sentirse solo mientras era observado por miles de ojos, que se sentiría en las penumbras iluminado por lentejuelas, que viviría libre encerrado entre dos pitones.
En esta última temporada, Morante se olvidó por completo de que tenía cuerpo, de que había público, de que existía la vida más allá del animal que tenía delante. Cada muletazo profundo, imposible, llevado hasta el límite, no era más que un diálogo consigo mismo, con sus demonios y con esos ecos de eternidad que lo han llevado al Olimpo del toreo.
Quizá por eso su despedida no es una ausencia, sino una permanencia distinta. Lo que queda de él está en cada plaza vacía, en cada niño que juega a ser torero. Su nombre ya no pertenece al tiempo, sino a la memoria colectiva de un arte que resiste a la modernidad como un último vestigio de lo sagrado.
Dice Curro Vázquez, que algo sabe de esto, que han tenido que pasar cien años para volver a ver a uno como Joselito el Gallo, y que tendrán que pasar otros cien para ver, con suerte, a uno como Morante.
Morante se retira porque no se pueden hacer las cosas mejor, y nosotros tenemos que celebrar que hemos visto la plenitud hecha torero.
Ahora sólo queda dar gracias.