Algunos libros se me atascan. Será por mi torpeza lectora o porque a veces se llega a los libros a destiempo, muy pronto o muy tarde. Me pasó con Apologia pro vita sua. Intenté leerlo antes de los treinta, y no entendí nada. Años después, la hondura de Newman me conquistó para siempre. Con las películas pasa también. Uno puede ver Perfect Days, la última de Wim Wenders, y quedarse como un témpano; o puede, en cambio, rescatar dentro de sí el empeño por hacer de la mejor forma posible cualquiera de las pequeñeces de cada día (en el caso del protagonista, limpiar unos baños públicos con una perfección heroica).
De ese atasco no siempre se sale. Me ha vuelto a pasar —y por tercera vez— con El periodista deportivo, la novela de Richard Ford. Es la primera de las cinco novelas protagonizadas por Frank Bascombe, un escritor de éxito que, tras la muerte de su hijo (no hay spoiler: todo esto se cuenta en las primeras páginas), decide circunscribir su talento a la crónica deportiva. El propio Frank reconoce que su fracaso no es para tanto: «No es ninguna pérdida para la humanidad que un escritor decida dar por terminada su labor».
Cuando mi mujer me vio con ese título en las manos, su sentencia fue demoledora: «Periodismo deportivo: no hay nada que me pueda dar más pereza». Sin embargo, no es sólo pereza lo que genera esa novela. La cosa va mucho más allá (y ese será, seguramente, uno de los aciertos de Ford): el personaje produce hastío y tedio. Tanto, que el lector puede contagiarse de la desgana y acabar abandonando a su (mala) suerte al bueno de Frank. Porque, eso sí, a Frank se le acaba queriendo, porque no engaña. Es diáfano desde el principio. Siente «una gran sensación de vacío». Sabe que, tras el divorcio, su exmujer y él han «elegido ser una familia moderna, una familia dividida», pero confiesa que añora «la dulce peculiaridad del matrimonio, su tranquilo soltar amarras y navegar».
El libro me ha dejado meditabundo —y esa será otra de sus virtudes—. ¿De dónde podrá proceder una amargura tal, una apatía así? ¿Y no es esa una indolencia de ese calibre la que entre nosotros se extiende, cunde y manda? ¿Qué hay de Frank en cualquiera de nosotros? El propio Bascombe descarta la impronta de la infancia como la única razón plausible («se abusa mucho de la huella que nuestros padres y el pasado en general dejan en nosotros»), y, acaso sin querer, aventura una explicación más honda: cuando la libertad no es más que la posibilidad perpetua de elegir, sobreviene la indiferencia. «Necesitamos tener opciones», dice Frank. Y se queja de esta guisa: «Odio que las cosas se limiten, que las posibilidades se reduzcan al ser enfrentadas con los hechos». Hay, pues, un espejismo de libertad que consiste en tener siempre abierto el repertorio de lo posible. Tiene la apariencia de la alegría, pero conduce al infierno.