Cada año, cuando llega el 20N, reaparece una avalancha de artículos solemnes explicando la Transición como si no hubiéramos escuchado ya las mismas tres anécdotas mil veces: Suárez fumaba con gesto épico, el rey hacía de funambulista institucional y España aprendió a votar sin hacerse preguntas incómodas. Pero para entender un país no hace falta empollar ensayos ni memorizar fechas como si fueran contraseñas del banco. Basta leer una buena novela; la ficción siempre cuenta mejor la verdad porque no tiene que fingir objetividad. Un escritor huele lo que un informe histórico desinfecta.
La literatura de la Transición no embalsama la historia en lenguaje administrativo, pero muestra la respiración del país cuando se quitó la faja de la dictadura y todavía no sabía si podía moverse sin crujir. Es en esas páginas donde están la incertidumbre, el miedo, la sensación de estar estrenando algo que aún no sabían si era democracia o una versión lavada de lo conocido. Leer a Chirbes, a Cercas o a Casavella es mucho más útil que oír otro discurso conmemorativo. Ellos contaron lo que pasaba por debajo, lo que no salía en el telediario, las grietas que hoy seguimos pisando. Al final, la historia es lo que se recuerda; la literatura, lo que de verdad ocurrió. Y aquí va una lista de libros que lo demuestran.
La caída de Madrid, de Rafael Chirbes (2000)
Chirbes coge el 19 de noviembre de 1975 —un día que duró tres siglos— y lo exprime. Pasa de todo en catorce horas. Empresarios del régimen oliendo el final del chollo, policías de la brigada político-social jugando a ser demiurgos y un obrero perdido entre discursos revolucionarios que explican mucho y ayudan poco. Chirbes no escribe una novela coral, escribe una colmena a punto de cambiar de reina. Es la foto fija de un país que aún no sabe que mañana Franco va a dejar de respirar y que, aun así, no piensa cambiar demasiado. Una España en suspenso. La pelota ya cruzó la línea de gol, pero nadie sabe si puede gritar.
Anatomía de un instante, de Javier Cercas (2009)
Aquí no hay ficción. Cercas se obsesiona con un gesto —Suárez quieto mientras Tejero dispara al techo— y lo usa para destripar el 23F como si fuera un bicho en la mesa de disección. No inventa personajes, no dramatiza nada, se limita a iluminar lo que ya estaba ahí, pero nadie quería mirar. El libro va y viene en el tiempo con la precisión de un neurocirujano y la mala leche de quien sabe que los golpes de Estado suelen tener más chiste que épica. Una novela que no es novela, un ensayo que no es ensayo y una radiografía que revela más sombras que huesos.
A corazón abierto, de Elvira Lindo (2020)
Elvira Lindo escribe sobre sus padres sin convertirlos en santos ni en villanos. Lo hace desde la posguerra hasta bien entrada la democracia, en ese país todavía torpe que quería modernizarse, pero seguía teniendo la emoción en blanco y negro. El libro es autoficción, pero tiene más verdad que muchas memorias oficiales. Un padre superviviente nato —de esos que aprendieron a vivir a empujones— y una madre frágil cuya enfermedad marcó la casa como una sombra que nadie quería nombrar. Lindo reconstruye ese linaje con humor, con una nostalgia sin azúcar y con la lucidez de quien ha necesitado décadas para mirar atrás sin hacerse daño. La Transición aparece aquí no como un decorado político, sino como el momento en que una familia española más trató de recomponerse igual que el país; a tientas, con miedo, y sin manual de instrucciones. Es un libro íntimo que acaba contando algo colectivo. Cómo se creció en hogares que sobrevivían como podían, y cómo, al contarlo y leerlo, intentamos comprender.
El día del Watusi, de Francisco Casavella (2002)
Casavella convierte la Barcelona de la Transición en un carnaval desquiciado donde todo es posible menos la coherencia. Su protagonista, un superviviente nato con aspiraciones de ascenso social y un sentido moral muy de oferta, atraviesa barrios bajos, fiestas, trapicheos y partidos políticos recién inventados con una mezcla de entusiasmo y desfachatez. El 15 de agosto es su santoral, su mito personal, ese día fundacional que nunca encaja igual cuando lo recuerda. Es una novela excesiva, deliberadamente desbordada, como si Casavella hubiese querido meter toda la mugre de la época en un mismo recipiente a presión. Es la Transición vista desde los márgenes, con humor, mala baba y un sentido del caos que otros preferirían olvidar.
El disputado voto del señor Cayo, de Miguel Delibes (1978)
Delibes hace un retrato quirúrgico —y nada romántico— de la España rural en plena apertura democrática. Tres militantes urbanos llegan a un pueblo donde sólo quedan tres habitantes y uno de ellos, el señor Cayo, sabe más del mundo que todos los urbanitas juntos. La Transición aquí es una carretera secundaria, un cartel oxidado y la constatación de que la política llegó tarde y mal a media España. Delibes, que nunca fue tendencioso, muestra algo que aún rechina: que la democracia se construyó sin contar con quienes más tenían que decir. Una lección política sin proclamas y sin eslóganes, solo con sentido común de huerto y pozo.
La Transición tiene su versión oficial, con sus fotos conocidas y sus frases labradas en mármol; pero luego están los libros, que cuentan lo que no sale en los aniversarios ni en los documentales. La letra pequeña de un país que despertaba con miedo, voluntad y una resaca monumental. En sus páginas no hay héroes ni villanos, sino gente intentando vivir mientras todo cambiaba —o fingía cambiar— a su alrededor. Al final, la mejor manera de entender lo que fuimos, y lo que seguimos siendo, es volver a estas novelas y dejar que hablen.


