Según aseguran algunos, vivimos en la época de la diversidad. Al menos esta palabra se repite una y otra vez, está en todos los programas y manifiestos de corte progresista, llena la boca de cualquiera que quiera ser reputado como moderno. ¿Pero realmente nuestra época se caracteriza por la diversidad? Sinceramente, no lo creo. Sucede a veces que la proliferación de una palabra es el signo más evidente de que la realidad que expresa se encuentra en peligro. Así ocurre, por ejemplo, con la palabra «amor». La generación de mis abuelos no tenía la necesidad de repetir constantemente y en toda ocasión esa palabra, entre otras cosas porque estaba demasiado ocupada en vivir la realidad del amor como para perder el tiempo nombrándola. Un hombre y una mujer que se unían para toda la vida, que formaban y sacaban adelante una familia, que podían atravesar juntos guerras, hambre, cambios y decepciones, quizá no nombraran en toda su vida la palabra «amor». En cambio, quienes hoy en día son incapaces de unirse a otra persona un par de años, quienes ante la mínima discrepancia o necesidad de sacrificio se separan, esos están continuamente hablando de amor. Compensan con su voz lo que no pueden cumplir con su alma.

Con la diversidad ocurre lo mismo. Si nos atenemos a la cantidad de veces que es nombrada, parece que tenemos más diversidad que nunca, que nadamos en ella, pero si nos atenemos a los hechos, a la realidad, lo cierto es que quizá nunca ha habido tan poca diversidad como ahora. La globalización ha pasado su rodillo de uniformidad por toda la tierra. Hace medio siglo, los jóvenes de Kentucky, Estambul y Barcelona se diferenciaban radicalmente, y no sólo por su idioma, sino por su vestimenta, su actitud y su fenotipo. Hoy a los jóvenes de esos lugares apenas se los puede distinguir. Las fotos de sus redes sociales son perfectamente intercambiables, y mientras el joven de Barcelona puede ser tomado por el de Estambul, el de Kentucky puede ser tomado por el de Barcelona.

La creciente homogeneización del fenotipo y de la expresión facial parece que ya fue observada por Kierkegaard hace más de dos siglos: «Con el daguerrotipo (la cámara fotográfica) todo el mundo podrá ser retratado y, a la vez, como todos tendrán el mismo aspecto, no hará falta más que un solo retrato». Triste paradoja que nos muestra cómo el progreso técnico tiene a veces sus retrocesos correlativos en la naturaleza humana. En efecto, nunca los retratos habían sido tan accesibles a todo el mundo, tan democráticos, pero la contrapartida es que nunca habían sido tan innecesarios, precisamente porque cada vez hay menos distinción en ellos.

Lo que se dice de cada individuo puede decirse igualmente de su conjunto. Nunca había sido tan fácil visitar otros países, pero nunca había sido tan monótono, pues en ellos encontramos en esencia lo mismo que dejamos en el nuestro. Cruzamos las fronteras sin ningún problema, pero también sin ninguna emoción, en la seguridad de que nada será demasiado diferente. España, sin ir más lejos, se ha convertido en la copia soleada del resto de países europeos. El folclore local, con su indumentaria particular y sus tradiciones autóctonas, sobrevive apenas como espectáculo para turistas, como museo provisorio de realidades muertas. Una vez al año, en Pamplona, Valencia, Barcelona o Galicia, se visten como sus antepasados y remedan sus antiguas costumbres, pero una vez concluida la función los participantes locales vuelven a vestirse como los propios turistas, se confunden en la masa cosmopolita borrando cualquier rastro de personalidad. En cuanto al turista, una vez cargado con su centenar de fotografías exóticas cruza la calle para entrar en el McDonald’s, donde recibe la misma comida y la misma atención que en su país. El telón ha bajado, la diversidad desaparece.

Pero si en el ámbito material el globalismo ha borrado toda diferencia y peculiaridad, en el ámbito intelectual y del espíritu la ausencia de diversidad es todavía más patente. Una opinión prefabricada, creada por cierta élite y distribuida mundialmente por los medios de comunicación, ha moldeado las cabezas de la mayoría de la población. Todos tienen la misma opinión, pero no porque todos piensen lo mismo, sino porque nadie piensa en absoluto. Aquí, como en la paradoja de la fotografía, se da el caso de que ahora que todos pueden expresar su opinión libremente es precisamente cuando sólo nos es necesario conocer una opinión, en la seguridad de que todas las demás son iguales. Así ocurre sobre todo con los personajes públicos. Actores, cantantes, futbolistas y otros multimillonarios tienen una opinión perfectamente estandarizada e intercambiable, y uno puede estar seguro, cuando son preguntados sobre ciertos temas, de obtener la misma respuesta, hasta el punto de que todos parecen haber memorizado en casa un mismo guion.

Lo más curioso de todo es que son precisamente aquellas ideologías que más predican la diversidad y la pluralidad las que a la vez se han encargado de instaurar este pensamiento único y de penalizar a los que se salen de la fila. «Quien no piense lo mismo que yo no es plural» podría ser el incoherente lema de este despotismo que bajo la máscara de la diversidad se encarga de aniquilarla, y que ha convertido a la mayoría de los seres humanos en copias indistinguibles unas de otras.

La contradicción es evidente, pero no es nueva. El «prohibido prohibir» del Mayo del 68 es un antecedente relativamente cercano y que además tiene una conexión doctrinal más que evidente con las ideologías actuales. Su lema es paradigmático y manifiesta la vena esquizofrénica de que adolecen estos movimientos revolucionarios, ya que en sólo dos palabras afirma lo que niega y niega lo que afirma: prohibir la prohibición es no prohibirla. Las ideologías actuales, con la misma incoherencia, quieren a la vez la diversidad y el igualitarismo, la libertad y la imposición, la pluralidad y la uniformidad. En sus teorías utópicas estas ideas contrarias entre sí pueden realizarse, pero la realidad impone su ley y muestra que son incompatibles. Así, mientras predican la diversidad, en realidad se instaura el igualitarismo más homogéneo; mientras ondean el estandarte de la libertad se sirven de grupos de presión para imponer sus criterios y boicotear a los insubordinados, y mientras con su boca nos dicen que debemos ser plurales, en sus marchas se percibe una uniformidad de ejército.

¿A quién creeremos, pues? ¿A las palabras o a los hechos? Pues la disyuntiva se plantea así cuando hay oposición entre ambos. Parece que hoy la mayoría se inclina por dar mayor crédito a las palabras y que ninguna realidad, por mucho que las contradiga, puede romper el hechizo de un relato ideológico. El hombre moderno se vuelca dócilmente en el molde globalista siempre que éste se le presente con la siguiente etiqueta: «diversidad». Es capaz de convertirse en una calcomanía andante siempre que le aseguren que de esa forma se está diferenciando de los demás, y de repetir cualquier consigna manufacturada por las élites convencido de que así es antielitista. Una minoría, sin embargo, todavía nos resistimos a la manipulación apoyados en una vieja fórmula latina, más necesaria que nunca en estos tiempos de verborrea ciega: facta non verba.