Sohrab Ahmari acaba de publicar —y yo he tenido el privilegio de traducir— El hilo que une, una valiente y hermosa reivindicación de la sabiduría de la tradición. Puesto que oír esta palabra, «tradición», hace que algunos accionen todas las alarmas, un apunte personal al inicio para evitar malentendidos: me dedico profesionalmente a la creatividad y la innovación; soy, esencialmente, un creador; y nada me fascina más que añadir al mundo algo bueno y nuevo. La clave, no obstante, para entender el valor de lo tradicional, está en esa combinación (bueno y nuevo), y en reconocer que la tradición no es más que el poso de las innovaciones pasadas.

Nuestro mundo está atestado de adanistas, de gente que sin saber apenas nada anda todo el día queriendo reconstruirlo todo desde cero; gente que es fuente continua de problemas, sobre todo cuando da rienda suelta a su furor legislativo. Chesterton, que los tenía bien calados, explicó los modos de estos reformistas atolondrados aludiendo a una metafórica valla en mitad del campo, que el reformista, por no entender para qué está, alegremente retira, cuando lo cabal es preguntarse primero por qué es que esa valla se había puesto en ese sitio. Y es que las vallas, como contaba Chesterton, están normalmente por algún motivo —bueno o malo; eso es lo que hay que averiguar antes—, y más que vallas últimamente sobran los enterados que asimilan libertad a ausencia absoluta de obstáculos. No obstante, como Ahmari escribe, «el sueño occidental de autonomía y elección sin límites es, en realidad, una prisión», y en esa prisión están muchos creyendo que andan de fiesta.

Ahmari lo ha llamado «presentismo»; nosotros, «novolatría». Es lo mismo: la negación del pasado y el futuro que nos sitúa en un presente histérico que nos convierte en súbditos y consumidores perfectos. Este «esnobismo cronológico» (Owen Barfield) nos ha abocado a una letal confusión entre popularidad y excelencia, tras la cual aparece la lustrosa «libertad para la servidumbre» a la que Ahmari se refiere. Llamamos muchas veces libertad a una decrépita mezcla de «bienestar», «autocuidado» y «autenticidad»: a haber entregado, orgullosos, nuestra alma al diablo. Como les decía Alexander Solzhenitsyn a los pasmados asistentes a su célebre conferencia de Harvard, «la sociedad occidental de hoy ha revelado la igualdad entre la libertad para las buenas obras y la libertad para las malas», aunque esta última no sea libertad verdadera, sino degradación, a secas.

Aunque lo nieguen los novólatras (los reacios a todas las tradiciones) y más allá de las religiones, existe algo llamado pecado, que el DRAE, en su segunda acepción, define como aquella «cosa que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido». La boba alegría con la que hoy tantos afirman no arrepentirse de nada y que, de volver a vivir, todo cuanto han hecho lo repetirían, debería llamarnos a reflexionar sobre esto que la tradición también nos enseña: que quien falta a lo debido tampoco puede perdonarse, pues no hay juez más implacable que uno mismo. «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es esclavo» (Juan 8, 34); los intentos de ocultar este hecho tienen las patitas muy cortas, como cortas son las miras de quienes niegan el pecado por decirse «liberales».

La tradición es un baluarte del pensamiento. Se nos incita constantemente a pensar «por nosotros mismos», pero aquí hay algo que no se ha entendido, especialmente entre los más jóvenes: no se trata de pensar desde la ignorancia, es decir, desde la negación de lo pensado por quienes nos precedieron. Claro que no se pueden delegar las conclusiones, y más que nada los comportamientos que les siguen; pero pensar por uno mismo jamás debería ser pensar solo, desde nuestras ínfimas alzas, sino con los mejores, a hombros de gigantes. A pensar con los demás lo llamamos «cultura», y ser culto exige atenerse a lo superior por encima de lo —supuestamente— propio. Pensar libremente no es pensar contra la verdad (que por algo no es subjetiva), cuestionar no es despreciar, y un pensador crítico tiene la vergüenza torera de decir que el pasto es verde incluso si es justamente lo que la tradición afirma. La experiencia me dice que detrás de cada antitradicionalista no suele haber un pensador crítico, sino un idólatra político o un adorador del Estado.

Ésta ha sido la gran sorpresa de internet, la innovación que lo cambió todo: que no ha multiplicado los lúcidos, sino los cuñados. En palabras de Ahmari: «Sabemos que la mayoría de la gente se balancea como una pluma al enfrentarse a los vientos dominantes de las noticias y las redes sociales, la moda y las tendencias virales, la opinión pública y la “experta”, la publicidad y la propaganda». Lo sabíamos desde siempre, pero sucumbimos a los señuelos de los tecnofílicos que aseguraron que internet democratizaría el saber, que sería ubicuo. Han crecido el malestar y la soberbia, y apenas las luces. La rebeldía del hiperconsumidor internauta de nuestro tiempo es de pega; nadie está exento de autoridades. La cuestión es cuáles sean, y entender que cuando hablamos de la humillación de someterse a una autoridad verdaderamente competente nos equivocamos, pues disfrutamos del privilegio de apoyarnos en ella. ¿Implica eso dejación de funciones críticas, una rendición cobarde? En absoluto. Las personas rigurosas nunca entregan su confianza de una vez por todas; ahora bien, mientras confían, honran.

La excusa definitiva de esa credulidad aumentada que va de sabia es la ciencia. Nunca antes se había nombrado tanto en vano a la ciencia, y nunca se habían exagerado tanto sus posibilidades. Como explica Ahmari, circunscribir la verdad a la ciencia es una forma de barbarie. Es, además, un truco demagógico muy antiguo, que hemos podido reeditar ad nauseam durante la pandemia, donde no hubo disparate que no se hiciera, según los gobiernos, en nombre de la ciencia. Por eso necesitamos hoy más que nunca a los grandes de todos los ámbitos (filosóficos, religiosos, artísticos), y no nos sobra ni una sola de sus innovaciones, hoy consideradas tradicionales. El hilo que nos une a todos es el de la verdad; lo que espera a quien se suelte de ese hilo no es la libertad y la felicidad, sino la soledad y la deriva.

El hilo que une está escrito desde el lúcido pellizco de un padre que teme por el futuro de su hijo, un padre que quiere para él algo más que la receta posmoderna, a saber: «ambición profesional e implacable competencia pautadamente interrumpidas por oportunidades para el desahogo». Resulta que tras muchos de nuestros sufrimientos no hay taras mentales, sino una desorientación palmaria. Seguimos necesitando un plan de vida decente para levantarnos cada mañana. La opción corriente y fácil es victimizarse, y atribuir nuestra derrota al «sistema». Digámoslo de una vez por todas: el «sistema» no existe. Carece de voluntad, de dirección y de organización interna; no es alguien. Lo que hay es incontables intereses, egoísmo, mal e iniquidades, pero existimos nosotros, que podemos y debemos elegir las fuentes de las que manan las verdades o mentiras que beberemos.

Explicarnos «cómo las grandes tradiciones ofrecen respuestas a preguntas que la modernidad liberal ni siquiera ha empezado a plantear»; éste es el noble propósito de Ahmari. El beneficio de esta meditación es ahuyentar esos «perros del infierno» que el menciona: el miedo, el engaño, el odio. Vivir bien es la epopeya personal invadeable; también es un campo de minas. La tradición nos enfrenta a la profundidad y complejidad de aquello que la posmodernidad despacha infantilmente por considerarlo aproblemático. El sexo, por ejemplo, aseguran los mercaderes del templo, es como respirar, un lance recreativo, una oportunidad sin amenazas y algo con lo que está bien hacer dinero. El resultado es un «mundo libre» trastornado por un tsunami de prostitución, confusión y pornografía. No importa que esta visión pizpireta sea vulgarizante y falsa, porque quienes la promueven no tendrán que pagar los platos rotos de quienes tomen malas decisiones según aquel mal argumento. Solo les importa hacer caja.

Sostenía Charles Dupont-White que la continuidad es un derecho humano. Le decía al principio, querido lector, que me dedico profesionalmente a la innovación; y desde ahí le digo hace tiempo que viviría bajo un puente si fuese a las empresas a decirles que deben cambiarlo todo. Sólo mejora quien construye sobre lo que no es susceptible de ser mejorado. Necesitamos puntos sólidos en los que anclar nuestra existencia; lo de la liquidez de los tiempos hace tiempo que dejó de tener gracia, y es hora de armar un robusto contraataque. «En el mundo moderno líquido —escribe Zygmunt Bauman— la lealtad es motivo de vergüenza, no de orgullo» (La cultura en el mundo de la modernidad líquida). La tarea, entonces, como dice Ahmari, consiste en «vencer las fuerzas centrífugas de Occidente», es decir, despejar de un guantazo las engañifas de lo nuevo y lo viejo y concentrarse en lo único que importa, que es lo bueno.

Sólo lo bueno cuenta, y es natural que en su paso por la tierra la humanidad haya alcanzado algunas conclusiones estables. Seguir con la lengua fuera la cadena demente de novelerías que se nos sirven a diario —en la educación, la pareja, la polis, la familia: en todo lo prioritario— es trabajar en nuestra esclavitud sin descanso. La verdad, la justicia, el amor y la belleza tienen costuras eternas, porque eterna es también la trama de lo humano.

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com