Uno, que no es académico, va haciendo su filosofía de andar por casa. No está hecha con largas palabras en alemán (no constituye, pues, una Weltanschauung), ni contiene definiciones precisas. Carece de explicaciones more geometrico y adolece por completo de sistema. Se enorgullece de no ser original y se alimenta de las ideas certeras de otros. Parte de lo real y se asienta en la experiencia. Opera con las palabras y, como Newman, considera al tiempo su amigo y defensor.

Pondré dos ejemplos. Uno: la idea de «naturaleza». Los filósofos se afanan en perfilar los contornos del concepto, y hablan de la «physis» y todos sus etcéteras. Y, desde luego, está muy bien que lo hagan: la historia del pensamiento es una «summa» impresionante y meritoria. Sin embargo, para andar por casa quizá sea preferible una explicación operativa de la naturaleza, y decir, por ejemplo, que la naturaleza es aquello que, cuando lo expulsas, vuelve al galope. Aplíquese esa descripción a los debates actuales sobre la sexualidad, y se verá que lo «natural» ya acelera su trote.

Segundo ejemplo: la belleza. John Crosby, citando a Von Hildebrand, dice que la belleza es lo que canta. Se entiende bien, sin necesidad de mayores disquisiciones sobre lo bello y lo sublime, la armonía y la sorpresa. Lo que lleve consigo una canción será hermoso; lo que no, no.

Esa filosofía de andar por casa se basa en unos principios no elucidados. Son verdades de cajón, evidencias primerísimas, fundamentos cuya raíz cuesta expresar, de tan obvia que es. Que la hierba es verde, por ejemplo. Que mentir es malo. Que no «tenemos» cuerpo, sino que «somos cuerpo». Esto último merece un párrafo aparte.

Esa evidencia, que salta a la vista, no siempre se comparte. Hay quienes consideran al hombre puro espíritu, un alma encarcelada en la materia. El cuerpo («soma») sería una tumba («sema»). Por eso, en el fondo, se avergüenzan de su carnalidad. ¿Por qué, si es innegable que nuestro cuerpo no es algo externo y adventicio, y basta con hacerse una herida para advertir que quien sangra no es otro? Habrá muchas explicaciones. En mi filosofía casera, el motivo es evidente: tratamos de no «ser» cuerpo porque el cuerpo hace patente nuestro límite. Y el hombre moderno (si es que ese adjetivo significa algo) huye de todo cuanto le recuerde su naturaleza vulnerable y finita. Emprende esa huida a todo trance, aunque sea haciéndose trampas en el solitario. «Este cuerpo que se derrumba no soy yo: yo soy otra cosa, yo soy más», se dice.

La gente corriente no se enreda en ese tipo de sofisticaciones. El tipo normal conoce su límite porque el cuerpo se lo recuerda a diario. Vive cerca del suelo, se sabe barro, «humus», polvo. Piensa desde los confines de lo real. Ama con su piel. Se repite, aun sin conocerlo, aquel verso de Luis Rosales: «He caído tantas veces que el aire es mi maestro». Y se ríe de las sombras.