Tenemos que ser reeducados constantemente. Quizás en eso, más que en cualquier otra cosa, consista ser españoles. Protectoras, nuestras élites intentan que abandonemos la naturaleza arcaica que nos define y entremos, aunque sea a destiempo, en la modernidad. Estamos obligados a dejar de ser feos, católicos y sentimentales. El asedio es completo. Encendemos la televisión o la radio, abrimos el libro de un autor nacional de éxito, leemos una columna, y nos vemos de repente hostigados por un aquelarre de voces fantasmales que en nombre de un más allá anglo-franco-germánico nos piden que nos arrepintamos y reformemos. Para no enloquecer no nos queda otra que imitar a Juan de Montenegro en Romance de Lobos y preguntar con cierto retintín a los cuatro vientos: «¿Sois voces del otro mundo? ¿Sois almas en pena, o sois hijos de puta?». Un día puede ser Arturo Pérez Reverte, que nos acusa de habernos equivocado de Dios en Trento y nos amonesta por haber luchado por nuestra independencia contra las huestes napoleónicas; otro día, Villacañas, que mientras proclama con sintaxis desmañada los fallos de la rústica inteligencia hispana nos anima a abrazar la doctrina calvinista para inaugurar una III República; todos los días, Don César Vidal, que amortajado a lo Rappel predica, desde su exilio y bajo el peso elefantiásico de mil abalorios paganos, las bondades del protestantismo. Ser contrario a todo lo intrínsicamente español en nombre de España se ha convertido en un deporte nacional que practica, sobre todo, la derecha liberal anglo-patriótica de Jiménez Losantos y cia.
También es cierto que esta obsesión por ser protestante e ilustrado a toda costa es comprensible. Esta generación de prohombres que salvaguarda la higiene de nuestros cerebros empezó a recorrer los tortuosos caminos de la libido de mano de las películas de suecas y alemanas y de la Nouvelle Vague. Han quizás llegado a creer que para triunfar en el amor deben cambiar por completo de naturaleza. Es menos comprensible, sin embargo, que una filósofa e intelectual de la ascendencia social de Clara Serra, miembro de ese vivero cayetano-borroka de jóvenes eternos que ha alumbrado Podemos para borbonizar y koplowitzar la política española, haga lo mismo. El sentido de consentir (Anagrama), ensayito de la susodicha que promete afrontar de manera crítica el debate sobre el consentimiento sexual ocasionado a partir de la ley del sólo sí es sí, ha sido uno de los éxitos editoriales del año, pese a que no se trate más que de un conjunto de apuntes contradictorios propios de una clasista estudiante de un máster de temática LGTBIQ.
Tecnocracias del deseo y del género
Si algo destaca en este best-seller del pensamiento feminista es la clase y el saber estar. La autora dice en todo momento lo que hay que decir, contentando a propios y ajenos, pero manteniendo bien tapiadas las ventanas de esa cárcel de interiores falsos y aterciopelados llamada status quo. Serra hilvana enunciados que, despojados de su contexto y del sí pero no, no pero sí que recorre todo el libro, merecerían el aplauso por su sentido común. Nos alerta, por ejemplo, de que la categoría jurídica del consentimiento sexual (anterior, en realidad, a la polémica ley del sólo sí es sí) es irrenunciable pero también oscura y compleja, por lo que no debiéramos abandonarnos a un punitivismo sexual que judicialice el deseo e intervenga por vía tecnócrata nuestra intimidad. Denuncia también el utopismo contractualista defendido por cierto feminismo según el cual el consentimiento no solo implicaría una relación siempre deseada sino también placentera e incluso turbo-orgásmica. La clave del consentimiento, concluye, no es tanto decir «sí», «quizás» o mantenerse en un ambiguo silencio, sino el contexto siempre singular e incluso contradictorio en el que tiene lugar todo flirteo que tiene como fin el mutuo tocamiento o incluso la coyunda.
De dejarse llevar por las primeras impresiones uno pudiera pensar que nuestra autora defiende todo lo arriba enunciado y que está en contra de la tecnocracia interviene-vidas reinante, a la que no le basta con dictarnos a la fuerza qué hacer en nombre del clima, el género, los derechos de los animales o la salud, sino que reclama el derecho a meterse en nuestras formas de desear. Pero nada más lejos de la realidad. En lugar de devolver el debate sobre el consentimiento sexual a la plebe que desea, consiente, rechaza, o malinterpreta el consentimiento, Clara Serra legitima el encierro de esta discusión en elitistas círculos académicos yanquis levemente influenciados por el posestructuralismo y el psicoanálisis francés. Es como si la discusión sobre las formas de consentir y desear fuese un oscuro y técnico debate científico sobre elementos que los ciudadanos de a pie no podemos ver ni experimentar, como los niveles de colesterol en sangre. O como si asumiendo que somos todos atrasados especímenes humanos a los que hay que disciplinar, se reeditase en forma paródica (y protestante) la Controversia de Valladolid sobre los derechos de los habitantes del Nuevo Mundo, solo que protagonizado por un grupo de neo-teólogas expertas llamadas feministas entre las que sobramos todos los que tenemos algo que decir en el asunto, es decir, los que deseamos, consentimos, rechazamos o somos consentidos.
Sin embargo, si alguien le sobra a Clara Serra son las feministas «expertas» que por ser españolas (es decir, cazurras, paletas, cerriles, cejijuntas, puede ser que adictas al ajo) permanecen al margen del psicoanálisis en pleno 2024 y, obsesionadas con el viejo feminismo de la dominación, no son capaces de afrontar desde una perspectiva adulta el complejo asunto del consentimiento. Igual que una intelectual colonial orgullosa de serlo, Serra se propone solventar el problema y nos ofrece en versión importada y apenas reconocible ideas psicoanalíticas sobre el consentimiento como las establecidas por Jacques-Allain Miller en Causa y consentimiento y recientemente destiladas en clave moralista la francesa Clotilde Leguil en Ceder no es consentir. El principal objetivo del librito no es, por lo tanto, complejizar la idea de consentimiento, pues Serra en ningún momento expone qué elementos de la ley del sí es sí debieran ser revocados, sino implementar una revolución pasiva dentro de las filas del feminismo patrio para que este se actualice de acuerdo a los dogmas de la imperialista teoría de género defendida por Judith Butler.
Clara Serra es una buena chica y sabe siempre decir, insisto, lo que conviene. Mediante una trampa argumental que busca meterse en el bolsillo a todas las gentes de verdadera izquierda, acusa al cerril feminismo impulsor de la ley del solo sí es sí de americanizar —es decir, puritanizar y judicializar— el deseo de los españoles. Para reforzar la tesis, Serra acusa a sus díscolas sororas de ser neoliberales y formar parte del feminismo de la dominación de Catharine MacKinnon, quien a finales de los setenta vendrá a decir que toda relación sexual de una mujer con un hombre es potencialmente una violación y que por lo tanto el consentimiento femenino no es posible por estar las mujeres sujetas a unas condiciones de dominación patriarcal que le impiden ser libres para decir no. Toda la criminalización del sexo y punitivismo derivado de los excesos puritanos del movimiento Me Too provendrían de este marco y se habrían implantado entre nosotros a partir del caso de agresión sexual/violación de La Manada. En este punto Serra lamenta que nos hayamos americanizado y que casos de violencia sexual como este hayan «colonizando nuestro imaginario sexual, pasando de ocupar el lugar de excepción al paradigma».
Una vez más, en principio, nada que objetar. Excepto, claro, que Serra no para de citar como referente y antídoto a esta americanización del sexo a Judith Butler, quien no solo es americana, sino que es ella —y no MacKinnon— quien ha colonizado por completo el feminismo, la política y la legislación española en nombre de una excepción (que una persona considere que su género no corresponde con su sexo) que se ha convertido en paradigma con efectos trágicos. En este sentido, Butler es la otra cara de la moneda de MacKinnon, pues ambas llevan a cabo una política feminista anglo-imperial que pretende instaurar la moral protestante (el puritanismo sexual por una parte, el voluntarismo de decidir quién uno es, por otra) como ethos humano. Serra no parece en ningún momento molesta por el fascismo butleriano, que impone a golpe de freedom and rights y legislación tecnócrata una nueva realidad a sociedades que ven destruidas estructuras de preservación individual y comunitaria como la tan denostada familia tradicional.
Llegados a este punto el librito de Clara Serra sufre una especie de sepsis cerril-feminista y todo lo que antes parecían enunciados sensatos, e incluso audaces, se transforman en artillería retórica al servicio de esa americanización del sexo que nuestra filósofa aseguraba repudiar. Serra deja claro, por ejemplo, que el único consentimiento válido es el que obtiene el beneplácito de la voluntad de quien consiente aun cuando vaya en contra de su deseo. El espinoso debate de la prostitución entra en escena en este momento con argumentos anti-abolicionistas, pues una prostituta (pero también una esposa o una novia) puede consentir sin realmente desear la relación consentida. Poco que objetar, en principio, a esta lógica liberal que conforma el genoma del feminismo excepto que Serra, al más puro estilo moralista del Movimiento por la Templanza, afirma tajante que no puede existir consentimiento cuando se respeta el deseo pero no la voluntad. El integrismo de esta afirmación revela la dificultad de nuestra filósofa para entender que antes de los elitistas programas universitarios de estudios de género las sociedades humanas habían desarrollado ya una tecnología, cargada de protocolos, para lidiar con el consentimiento y con la sima existente entre voluntad y deseo que recibe el nombre de SEDUCCIÓN o incluso de CONQUISTA, pues se propone derribar, en nombre del amor y contra el moralismo, el muro de reticencias de la persona amada. Si hay un asunto espinoso con respecto a la ley de solo sí es sí que El sentido de consentir debiera tratar, en lugar de convertirlo en tabú, es precisamente este.
Pero Serra, repito, canta siempre lo que hay que cantar y tras haber lanzado proclamas a favor de la libertad de la mujer para decir lo que quiere y lo que no quiere y de haber pedido, indignada (proviene, al fin y al cabo, de la élite 15M), que no infantilicen a las hembras, se pone la careta del feminismo de la dominación y proclama que las señoritas y señoras españolas tienen que aprender a decir «no». Mi sorpresa fue mayúscula al leer esta llamada a la integridad, pues si algo he escuchado yo a lo largo de mi vida (puede ser, claro, que por no utilizar las técnicas de seducción express del malogrado Errejón) han sido noes que, en los casos en los que se acabaron transformando en síes, justificaron su tiempo de transformación en el recato femenino, es decir, en que nuestra vil sociedad patriarcal no pensase que quienes decían «sí» eran unas pendangas. El sexo es, por antonomasia, el territorio de la vulnerabilidad (y, por mucho que diga cierto feminismo, de la inversión de roles de poder) por lo que si algo habría que ayudar a vencer no es la inercia a decir «sí», sino más bien a decir «no» en ocasiones en las que se desea decir «sí». Pero claro, puede que estemos ante un problema de clase, y que en el estrato del que proviene Clara Serra las mujeres estén obligadas a decir sí (las clases altas siempre han sido mucho más opresivas para las mujeres que las clases bajas, de ahí que el feminismo sea un invento liberal).
Los sesgos de la Pastora Marcela (o por qué el feminismo dene leer a Cervantes)
Cervantes reflejó ya en su época esta disyuntiva por medio de la contraposición de heroínas como la Pastora Marcela, quien igual que Clara Serra reclama desde una posición privilegiada la necesidad de que la mujer aprenda a decir «no», con la postura de otras muchas mujeres, anónimas, radicales, igualitarias, que reclaman el derecho a poder decir sí. Si Serra hubiese leído con perspectiva de género a Cervantes habría entendido que existe una lucha silenciada, en lo que a la defensa de los derechos de la mujer se refiere, que enfrenta feministas por una parte (representantes de una minoría de mujeres privilegiadas), y al resto de vulgares féminas por otra.
Serra, además, podría llegar a descubrir en la Pastora Marcela un calco de lo que ella representa: mujer bella, de familia bien y que pretende hacer la revolución social disfrazándose de lo que no es para defender sus intereses de clase. Si Clara Serra se traviste en los carteles promocionales de El sentido de consentir de chica poligonera con un chándal Adidas y cierto aspecto estratégicamente desmañado que le resta unos veinte años, Marcela se echa hippie a los montes disfrazada de pastora aunque sin tener que preocuparse realmente por la subsistencia al disponer de “riquezas propias”. El discurso que Marcela pronunciará de manera algo narcisista y psicópata delante de la tumba de Grisóstomo, quien decide suicidarse ante el “no” de esta, es una de las arengas feministas más subversivas que uno puede llegar a leer. Marcela explica que es injusto culparla de que alguien a quien ella no deseaba se suicidase, pues si así como ella es hermosa fuese fea ese mismo individuo no se dignaría ni a mirarla. Envalentonada por su belleza (es decir, sabiéndose deseada y gozando en soledad de ello) Marcela reclama el derecho a no casarse nunca y a permanecer siempre casta vagando por los bosques gracias a su patrimonio.
Seríamos muy necios si no viésemos el valor que la heroica Pastora Marcela tiene para cierta emancipación femenina, pero seríamos suicidas si no prestásemos atención a la alerta cervantina, que nos viene a decir que este proto-feminismo liberal no debiera nunca llegar a ser hegemónico por su peligrosidad. De hecho, la Pastora Marcela no representa solo a geniales feministas liberales como Virginia Woolf, que por su posición social pueden hacer lo que ninguna mujer o hombre del montón con hijos —dedicarse a la creación—, sino también a Alexandra Kolontái, la aristo-socialista que para emanciparse llamaba a acabar con la familia y el amor conyugal. En este sentido, Cervantes nos deja claro que hay muchas otras mujeres, plebeyas e incluso malditas, que proponen un modo de emancipación alternativo consistente en reclamar derechos entre los que se encuentran el de desear y el de decir «sí» sin ambages. Pensemos, por ejemplo, en la dueña Marialonso en «El Celoso Extremeño», en las brujas Camacha, Montiela y Cañizares en «El Coloquio de los perros» o en personajes revolucionarios como Zoraida, Doña Rodríguez, Dorotea, Teresa Panza o incluso Maritornes en Don Quijote. Todas estas mujeres no limitan aristócratamente el hecho de ser mujeres a su capacidad para ser deseadas y decir «no», sino a una serie de experiencias de clase que les hacen reclamar derechos materiales pero también de deseo en un mundo en el que los hombres como tal no son sus principales enemigos.
He aquí pues, el problema esencial de El sentido de consentir, amén de su innegable hipocresía: dar por supuesto que en el tecnócrata año 2024 la mayor parte de mujeres españolas se identifican con el modelo de la Pastora Marcela, cuando en realidad pertenecen a esa mayoritaria legión de olvidadas por el feminismo que deciden tener familias y deben aguantar sermones de sororas privilegiadas de vida dandy propia de machos alfa rezumantes de toxicidad. El texto de Serra no entra nunca en el debate en el que dice intervenir (la liberticida y puritana ley del solo sí es sí que transforma a los violadores en hombres y a los hombres en violadores) y no se atreve a reconocer lo evidente: que para bien y para mal el feminismo es un fenómeno liberal y que, por más que se vista de seda, el feminismo liberal, liberal se queda. Por el contrario, Serra se dedica a lanzar delirantes ataques al trumpismo y a la «extrema-derecha», como si estos fuesen los impulsores de la ley del solo sí es sí y de la judicialización del deseo. El único objetivo de este librito pareciese ser legitimar a Serra, vía meritocracia sanguínea de la élite 15-M, como intelectual orgánica del nuevo régimen. Pero su papel de feminista aperturista, que pudiera parecer similar al del Fraga del tardofranquismo, se queda muy corto, asemejándose, como mucho, al de un Fernando Ónega que dice una cosa y la contraria, y que ha sustituido el traje chaqueta a lo Adolfo Suarez por un chándal de chica de barrio con el que confundir al personal, pretendiendo pasar por una Ana Iris Simón o Isabel Aaaiún, solo que con mensaje antipopular.