El apocalipsis dejó de ser útil

Una década de emergencia permanente, expansión regulatoria y retirada silenciosa del relato climático

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En apenas una década, el cambio climático ha mutado de problema científico complejo a principio organizador de la política contemporánea. A partir de los acuerdos de París, el clima dejó de discutirse: se proclamó. Y, desde ese momento, pasó a operar como fuente de legitimidad para una expansión sostenida del poder público y de la regulación.

Los movimientos del globalismo contra la reacción de la gente corriente, materializada en la victoria de Trump o el Brexit, terminó de consolidar este marco. El discurso climático se convirtió en el eje moral de una alianza heterogénea que abarcaba desde el establishment hasta la izquierda más militante. La «emergencia» no admitía matices: cuestionarla equivalía a situarse fuera del consenso, cuando no a ser señalado como un riesgo para la supervivencia colectiva.

Ese clima de urgencia alcanzó su cénit en torno a 2018, cuando determinados informes internacionales fueron interpretados —y con frecuencia estirados hasta el límite— para sostener una narrativa abiertamente apocalíptica. El mensaje penetró con especial intensidad entre las generaciones más jóvenes: el futuro estaba perdido salvo que los gobiernos asumieran un poder extraordinario sobre la economía, la producción, el consumo y, en último término, la vida cotidiana.

El clima como arquitectura de poder

De ese contexto surgieron propuestas como el Green New Deal, presentadas como respuestas técnicas a una amenaza existencial, pero que implicaban en realidad una reordenación profunda del modelo económico y social. Aunque su alcance resultó excesivo incluso para parte del Partido Demócrata, la agenda verde se consolidó como uno de los pilares de la política estadounidense tras la llegada de Joe Biden a la presidencia.

La Inflation Reduction Act de 2022 simbolizó ese momento. Más allá de su denominación, la ley supuso la mayor intervención climática jamás aprobada en los Estados Unidos: una transferencia masiva de recursos públicos hacia sectores «verdes», un endurecimiento regulatorio sin precedentes y la implantación de una política industrial explícitamente orientada por criterios medioambientales.

Sin embargo, el repliegue posterior fue tan rápido como el ascenso. En apenas dos años, el cambio climático dejó de ocupar una posición central en el debate político. Durante la campaña de 2024, su presencia fue residual; tras el cambio de administración y la reversión de numerosas medidas ejecutivas, la contestación social resultó limitada y fragmentaria.

Este retroceso no se explica únicamente por la alternancia política. También el mundo empresarial ha iniciado una corrección de rumbo. Iniciativas ligadas a los criterios ESG se han diluido, alianzas financieras climáticas han desaparecido sin ruido y grandes compañías han terminado por admitir que buena parte de la producción impulsada por incentivos públicos no respondía a una demanda real, sino a un diseño político.

Cuando el pánico deja de ser rentable

A ello se han sumado fisuras en el relato intelectual. Estudios muy citados han sido rectificados o retirados, y voces influyentes del propio consenso climático han reconocido lo que durante años fue tratado como anatema: que no existe base científica para anticipar escenarios apocalípticos inmediatos y que muchos de los daños atribuidos al clima son, en realidad, manifestaciones de pobreza y subdesarrollo.

Nada de esto significa que el cambio climático haya desaparecido como fenómeno físico. Lo que se ha erosionado es su utilidad como palanca de movilización y control. El gran impulso climático de la última década no fue un despertar espontáneo de conciencias ciudadanas, sino el resultado de una convergencia de intereses entre burocracias públicas, élites políticas, grandes corporaciones, medios de comunicación y sectores académicos, todos ellos beneficiarios de una expansión del poder regulatorio y del gasto público.

La retirada silenciosa del alarmismo climático revela hasta qué punto aquel consenso estaba menos anclado en la ciencia que en la oportunidad. Mientras no se asuma que el miedo fue utilizado como herramienta de gobierno, el ciclo está condenado a repetirse. Cambiará el motivo; el mecanismo será el mismo.

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