El amor es una realidad de la que se puede hablar hasta hartarse. Hace tan solo unos días leía varios artículos de David Cerdá y Esperanza Ruiz que giraban precisamente en torno a ello. Sus palabras despertaron en mí pensamientos que he dejado pasear libremente por mi cabeza durante un par de semanas y que ahora gritan insistentes para que les dé forma en el papel, seguramente anhelando vivir y crecer en alguna otra cabeza más lúcida que la mía.

Es bien conocido el debate en torno al amor en el que se enfrentan dos posturas: la de los que afirman que el amor es una decisión firme de la voluntad y la de los que defienden que amar es, sobre todo, sentir el amor. Yo no quiero ni puedo meterme en el berenjenal de definir el amor. Sin embargo, soy capaz de reconocer el error que subyace a la idolatría del sentimiento. Si se me permite ser políticamente incorrecta, las mujeres advertimos este error con más facilidad que los hombres pues convivimos diariamente con el rico mundo emocional con el que la providencia ha querido adornarnos. Y claro, sabemos lo que hay. Subordinar el amor a ese complejo universo de sentimientos equivaldría a firmar nuestra sentencia de soltería porque, ¿quién no ha experimentado en una misma semana ese donde dije digo, digo Diego de las emociones que convierte de repente la alegría y el ánimo en desolación y desgana?

El afán de huir del sentimentalismo no debería conducir al corazón a un amor desprovisto de todo sentimiento. Si partimos de la premisa de que estamos bien hechos, no podemos despreciarlo sin acabar por defraudar una parte genuina de la manera humana de amar. Sí, ese batiburrillo de emociones que nos anuda la tripa y nos suelta la garganta, que nos quita las ganas de comer y nos hincha las ganas de cantar, esa sensación de estar en casa, esa convicción de haber encontrado un puerto seguro donde fondear y no volver a levar anclas, todo ese conjunto de sentimientos inesperados tiene mucho que enseñarnos.

En primer lugar, el enamoramiento esconde una verdad que percibida oportunamente puede preparar nuestro ánimo para la dinámica del amor: el enamoramiento es en sí mismo un don que nos sobreviene sin razón aparente. Nadie elige enamorarse. Uno se enamora y punto. ¿Qué hay en la forma de reír de él que me hace sentir tan a gusto? ¿Qué tienen los gestos de ella que me resultan tan familiares? Seguramente los habrá con sonrisas más relucientes o con gestos más delicados. Sin embargo, el corazón se ha despertado sólo con él. Los sentimientos han aflorado sólo con ella. El enamoramiento nos enseña que, en la vida, y especialmente en el amor, hay cosas que se reciben sin otro motivo que la pura gratuidad.

Además, sin enamoramiento no hay romanticismo. Los sentimientos del enamorado tienen la maravillosa capacidad de atenuar su propio sentido del ridículo. Sin ellos no podríamos ser testigos de escenas tan divertidas como, qué se yo, la del tipo con cara de atontado que empuña un ramo de flores hortera en la puerta de casa de su novia o la de los mariachis que cantan a una sonrojada chica que valora seriamente la posibilidad de esconderse debajo de la mesa del restaurante. Y lo reconozca o no el lector la verdad es que, a excepción de ese conjunto de personas a las que por una misteriosa razón Dios ha privado de sensibilidad y sentido del humor, el resto de los mortales queremos seguir viviendo en un mundo que en ocasiones nos deje disfrutar de una realidad con retazos de comedia romántica.

Por otra parte, el enamoramiento, que no tiene edad, nos muestra que mientras que todas las capacidades del ser humano se van deteriorando con el paso de los años, las del corazón no sólo se conservan, sino que pueden agudizarse. Hay adolescentes enamorados, jóvenes enamorados, adultos enamorados e incluso ancianos enamorados. Mi abuela, a sus ochenta y pico años nos decía que seguía poniéndose nerviosa cada vez que veía a mi abuelo entrar por la puerta de casa. Su vena peliculera no le restaba veracidad a los sentimientos que todavía afloraban en ella al dirigir sus pensamientos hacia el que, a fuerza de una vida entera juntos, repleta de decisiones firmes y sacrificios arrobadores, pero también de gestos tan sencillos como un desayuno en la cama un domingo cualquiera, había acabado siendo su media naranja.

En definitiva, la realidad de los sentimientos que afloran en el hombre cuando se enamora tiene, como todas las cosas buenas, muchos misterios escondidos que se van desvelando a los ojos de los que miran con indulgencia sus contradicciones. Mi atención se ha fijado en la cuestión del don, del romanticismo o de mi abuela Angelita. Pero alguien más agudo que yo, o más artista, se detendría seguramente en otras cosas que a mí me daría mucho gusto leer. Lo que es cierto es que el hecho de que haya tanto que decir manifiesta que el enamoramiento es tan rico como el amor que anticipa. Y este amor es tan sublime como carnal, está tan metido en Dios como incrustado en nuestro cuerpo. Por eso, no se le puede negar ni su trascendencia ni su corporalidad, si acaso se opusieran la una a la otra. Y es que, como diría Max el Milagroso en La Princesa Prometida, «no hay causa más noble que el amor verdadero. A excepción de los bocadillos de cordero, lechuga y tomate. Cuando el tomate está maduro y el cordero está en su punto».