Diego de Gardoqui (IV): la herencia cultural que compartimos

Gardoqui no solo representa un vínculo diplomático entre España y los Estados Unidos, sino también un puente cultural que conectó dos mundos distintos

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Cuando un español piensa en cultura, no sólo piensa en arte, música, literatura o arquitectura. Esta relación del hombre con la naturaleza —que eso es la cultura, el cultus— nos lleva inevitablemente a pensar en tradiciones, fe, costumbres que viajan, e identidades que se forjan en el cruce de caminos.

Uno de los españoles que pensaron en la cultura, a lo grande, fue Diego María de Gardoqui, nuestro primer embajador en los Estados Unidos. Gardoqui lo sabía bien, porque su vida fue un periplo de Bilbao a Filadelfia, y esos dos polos —el vasco y el americano— se encontraron en él de formas visibles e invisibles, dejando huellas culturales que todavía se pueden rastrear hoy en los Estados Unidos.

Nacido en Bilbao en 1735, Gardoqui provenía de una estirpe de comerciantes vascos fuertemente enraizada en la tradición del comercio internacional. La de su familia no fue una mera empresa local: mantenía rutas internacionales, era conocedora de varios idiomas, comerciaba con Inglaterra, colonias americanas y numerosos puertos del Atlántico europeo. Esa cultura mercantil, esa capacidad para abrirse al mundo, es parte del legado español que exportaría no sólo bienes materiales, sino formas de organización comercial, redes de correspondencia, códigos de lealtad y de honor, y modos de negociar.

De alguna forma, el Bilbao natal de Gardoqui no era un lugar remoto: era un nodo comercial y cultural que entendía el Atlántico como espacio compartido. Esa cultura de empresa familiar con ética, rituales formales, valores de hospitalidad, relaciones sociales cuidadas… toda esa herencia bilbaína formó parte de su carácter, y todo ello lo llevó consigo a América. Bilbao aún es visible en algunos destellos norteamericanos.

Otro aspecto esencial de su vida fue la fe católica, que para Gardoqui no consistió solo en una creencia privada, reducida a lo doméstico. No. Gardoqui hizo de su catolicismo un estandarte cultural, social y hasta simbólico. En un país como los Estados Unidos originarios, profundamente protestante, en el que la presencia católica era minoritaria y a menudo marginada, Gardoqui impulsó un proyecto concreto de evangelización: la construcción de la iglesia de San Pedro en Nueva York.

Este templo católico fue bendecido el 20 de junio de 1786, y hoy es considerada la primera iglesia católica permanente de la ciudad. Gardoqui, además, tuvo la astucia de abrir sus puertas: la iglesia de San Pedro no sólo ofrecía culto sino que era punto de encuentro, lugar de comunidad hispánica, símbolo visible de que había españoles, creyentes, que vivían en los Estados Unidos y que reclamaban un lugar para compartir la fe. ¿Se nos ocurre acaso algún legado español más visible que las piedras vivas de este templo?

No fue sólo eso. El cruce cultural entre lo español y lo americano se dio también en el lenguaje, las costumbres y los símbolos: Gardoqui hablaba inglés, comerció con colonos americanos, pero no dudó en adaptar modos diplomáticos europeos a las nuevas realidades republicanas. Trajo contigo modas, regalos y correspondencia: modos de cortesía europeas, de intercambio de obsequios protocolarios, ceremonias religiosas, tradiciones formales en fiestas e incluso celebraciones católicas en un entorno predominantemente protestante.

Tiene su gracia pensar en ese contraste: mientras en muchas ciudades de las Trece Colonias se discutía sobre libertad religiosa e incluso sobre la sospecha del catolicismo, Gardoqui estaba, por ejemplo, asistiendo a Washington con oraciones, ceremonias, misas católicas, donaciones y tanto más. Esa presencia española y católica moldeaba también cómo los americanos veían a España: no sólo como potencia militar o contendiente diplomático, sino como una cultura antigua, con liturgia, con historia, con otro modelo de educación, de arquitectura, de magnanimidad, con esa hospitalidad comercial española de la que Bilbao era ejemplo.

Por eso la presencia española, mediada por Gardoqui, no fue anecdótica: dejó huellas firmes que todavía son reconocibles. En el templo de San Pedro en Nueva York, en correspondencia diplomática, en nuevas redes comerciales, en la introducción de bienes españoles —como mantas, telas o muebles—, en regalos culturales, en el uso del latín o de fórmulas católicas, en celebraciones religiosas, y hasta en patronazgos. Esta obra diplomática y comercial, a través de Diego de Gardoqui, contribuyó a que los americanos conocieran mejor la Corona española, leyeran grandes títulos de la literatura española, e importaran sabores y elementos materiales —como el vino, aceite, café, libros—. Ahí queda también, por ejemplo, la estatua de Gardoqui en el parque Benjamin Franklin de Filadelfia.

Su figura todavía desconocida, sin embargo, debe alentarnos a recuperar su memoria, que es la memoria de una herencia cultural compartida. Diego de Gardoqui no sólo representa un vínculo diplomático entre España y los Estados Unidos, sino también un puente cultural que conectó dos mundos distintos. Su legado perdura en las huellas que dejó en la sociedad estadounidense, desde la fundación de un templo católico hasta su influencia en la diplomacia y el comercio. Mejor no lo pudo expresar Benjamín Franklin en aquella carta de 1780: «I know of your friendship toward America and the kindness you have shown to my fellow countrymen; please accept my grateful acknowledgment». El pueblo estadounidense sentía por Gardoqui estima y gratitud. Ahora sólo falta que los españoles, a ambos lados del globo, sintamos también por nuestro mejor embajador nuestro agradecido reconocimiento.

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