Diego de Gardoqui (III): nuestro primer embajador en los Estados Unidos

Gardoqui cultivó correspondencia formal y amistad con John Jay, Thomas Jefferson, George Washington y otros cargos institucionales

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Cuando la guerra por la independencia terminó y los cañones británicos dejaron de retumbar, se abrió un nuevo capítulo difícil para quienes querían mantener viva lazos antiguos: la diplomacia. Entonces nuestro Diego de Gardoqui, personaje fundamental en el aprovisionamiento de pólvora y dinero, no se quedó en el almacén de los proveedores de mantas y pólvora.

La historia tenía algo grande para él. Gardoqui fue llamado a asumir un papel visible, oficial, como primer representante español ante la joven nación americana. Y eso significó moverse en Filadelfia, codearse con los padres fundadores, sortear tensiones territoriales, y ver cuánto se podía lograr —o cuántas esperanzas se frustraban— en una época de fronteras cambiantes y gobiernos noveles.

Desde su nombramiento, Gardoqui fue encargado de negocios con poderes plenipotenciarios. Según documentos oficiales de España, el 25 de septiembre de 1784 Carlos III, a través del ministro Floridablanca, le confería la comisión para representar los intereses españoles, especialmente en lo concerniente al límite de los territorios del sur, la navegación del río Mississippi, y otras cuestiones fronterizas.

Aunque no se le llamase «ministro plenipotenciario» con todos los honores diplomáticos al principio —el nombre a veces es lo de menos—, sus instrucciones estaban muy próximas a ello: negociar los límites de Florida occidental, asegurar que los Estados Unidos no reclamasen navegación libre del Mississippi entre márgenes españolas, y tratar los acuerdos comerciales. Diego de Gardoqui se convertía así en nuestro primer embajador en el recién estrenado país.

Gardoqui desembarcó en los Estados Unidos en la primavera de 1785. Llegó primero a Filadelfia, donde se esperaba su llegada, pero pronto se trasladó a Nueva York, puerto y sede del Congreso, para instalarse como representante permanente de España. Allí fue recibido con cortesía por los miembros del Congreso y por personajes como John Jay, Benjamin Franklin o Thomas Jefferson. Lo de codearse con las altas instancias norteamericanas, sin embargo, no fue siempre fácil: todavía los Estados Unidos estaban definiendo su diplomacia externa, y España estaba tanteando qué tanto podía exigir sin romper relaciones.

Uno de los eventos más simbólicos fue la inauguración de George Washington como primer Presidente el 30 de abril de 1789. Nuestro protagonista estaba allí: Gardoqui asistió como uno de los pocos diplomáticos extranjeros presentes. Se cuenta que en esa ceremonia Gardoqui apenas se sentó a unos metros de Washington. Para tal ocasión, además, el emisario español decoró su residencia en Broadway con ornamentos festivos, un gesto diplomático que simbolizaba de alguna forma la aceptación española de la nueva república, aunque siempre con las reservas estratégicas propias de la corona.

En cuanto a relaciones con los Padres Fundadores, Gardoqui cultivó correspondencia formal y amistad con John Jay, Thomas Jefferson, George Washington y otros implicados en la construcción institucional de los Estados Unidos. Por ejemplo, en una carta de noviembre de 1786, Gardoqui le escribe a Washington agradeciendo el uso que el presidente daba a telas —vicuña cloth— que había enviado como muestra de amistad, además de otras atenciones cortesanas que fortalecían lo simbólico: «As a memento of my regard & great consideration for your Excellency…».

También en marzo de 1786, John Jay responde una carta de Gardoqui relativa al envío de un caballo —supuestamente para cría— desde España hacia Estados Unidos, gestos que muestran la mezcla de protocolo, diplomacia social, regalos, y negociaciones formales. En las relaciones internacionales nada es baladí, claro. Esa relación diplomática de gestos fue clave: cada obsequio, cada carta, cada saludo, ayudaba a construir respeto y presencia española.

Pero no todo fue cordial. Se dieron tensiones muy concretas, estratégicas, que pusieron a prueba esa diplomacia suave. España mantenía firme su deseo de conservar Florida Occidental, controlar Luisiana española, preservar sus derechos sobre el río Mississippi —que era vital para los estados del Oeste para transportar productos. En su comisión, Gardoqui recibió instrucciones de rechazar cualquier reclamación americana de navegación libre por partes del Mississippi bajo ciertos tramos que España consideraba propios de su jurisdicción. Asimismo, los límites entre los Estados Unidos y los territorios españoles en Florida y Luisiana no estaban claros tras el Tratado de París de 1783, y Gardoqui negoció tratando de asegurar líneas favorables.

Una de las negociaciones más memorables fue la propuesta de tratado que se conoce como el Jay-Gardoqui Treaty, firmado en 1786. En él, España ofrecía abrir sus puertos europeos y del Caribe al comercio estadounidense, pero exigía a cambio que los estados renunciasen a la navegación libre del Mississippi durante varios años. Esa cláusula no fue aceptable para muchos estados occidentales —como Kentucky o Tennessee, por ejemplo—, que dependían del río para comercio. En última instancia, el tratado no fue ratificado por el Congreso de los Estados Unidos, aunque mostró la voluntad española de negociar.

Otro foco de tensión era Luisiana española: ahí se dieron cita numerosos factores disruptivos como la presencia de españoles y su jurisdicción, el interés de los Estados Unidos en expandirse hacia el Oeste y los asentamientos en territorios fronterizos. Florida Oriental y Occidental también generaban disputas: los límites con Georgia, los derechos de navegación costera, y la relación con tribus indígenas con los que España mantenía alianzas dieron algún quebradero de cabeza a nuestro primer embajador. Gardoqui, aunque diplomático experimentado, tenía que equilibrar órdenes de Madrid y cierta sensibilidad local norteamericana, lo que no siempre fue fácil: cualquier gesto podía ser visto como intento de hegemonía.

Al hacer balance de su misión, Gardoqui logró mucho más que una sencilla red de lazos diplomáticos. No habría estado mal, pero no se conformó con eso. Logró consolidar un canal permanente de representación española ante los Estados Unidos en tiempos en que muchas potencias dudaban de lo que sería de la nueva República. Logró respeto personal, ser invitado a eventos clave, mantener correspondencia con los personajes más influyentes, y sostener abiertas negociaciones que casi siempre se inclinaban en favor de España en materia de fronteras, navegación y comercio. También impulsó proyectos simbólicos como la construcción de la primera iglesia católica permanente en Nueva York, la Iglesia de San Pedro, consagrada en junio de 1786; y donaciones culturales, como el regalo de la obra magna Don Quijote a Washington. Ser español en América era serlo por completo.

Cuando Gardoqui abandonó los Estados Unidos en octubre de 1789, tras casi cinco años de misión activa, dejó una huella imborrable: no de victoria total, sino de perseverancia y talante diplomático. Un embajador que vino de Bilbao cargado no ya sólo de mantas y pólvora, sino de voluntad diplomática, respeto internacional y paciencia estratégica. Y aunque su nombre siga siendo poco conocido, su labor diplomática fue un puente sin el cual algunas de las disputas tempranas de los Estados Unidos hubieran sido mucho más convulsas o tal vez distintas. Basta abrir los ojos y contemplar la realidad norteamericana para conocer el legado de este bilbaíno universal.

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