A mí me gusta que los aforismos sean como las despedidas: breves. Por dos motivos. Primero, porque resulta más ameno «escribir corto, para concluir antes de hastiar», como recomendó Gómez-Dávila. El aprecio al lector exige cepillar la prosa, intentar que lo prosaico se acerque a la poesía, que es la palabra justa y cargada del máximo significado posible. El segundo motivo tiene un sentido más práctico: el aforismo breve penetra en la memoria, y así es fácil que allí se asiente, y eso permite su rescate habitual, sin la fatiga de acudir a los libros (algo que, quede claro, en sí mismo no es cosa mala).

Pondré un par de ejemplos. Este aforismo de Marín Blázquez: «Lo anecdótico es el lugar de los esclarecimientos súbitos». O esto de Eloy Sánchez Rosillo: «Toda la realidad tiene por dentro un temblor misterioso». En ambas frases, nueve palabras son suficientes. Uno las lee, las comprende, vuelve a ellas, se las apropia y, zas, luego en la vida pasan cosas que les dan sentido. Y entonces la comprensión es más plena. Así, al hilo del primer aforismo, uno se enfrenta todos los días con hechos aparentemente nimios, circunstanciales e irrelevantes. Pues no es así: en esos sucesos late algo escondido y que, ay, sólo se revela a medias. Es un «temblor misterioso», algo que se intuye pero que jamás se comprenderá del todo.

No estoy hablando de cosas extraordinarias. Lo anterior lo he pensado después de mi conversación de ayer con el chaval que suele atenderme en la gasolinera. Su aspecto es el de un vikingo, con una barba larga y castaña, y unos ojos que parecen el Mar del Norte. Podría llamarse Erik, Ragnar o Sigurd. Pero no tiene la agresividad de un navegante escandinavo del siglo VIII. Es todo amabilidad. Le dije que, al día siguiente, mi mujer tenía que hacer un viaje largo en coche, y que, aunque el depósito estaba a la mitad, me lo llenara, para que ella saliera con el depósito lleno. Le hizo gracia y me dijo: «Ahí, ahí, muy bien hecho: nos hacemos en los detalles». Y luego, sin que yo se lo pidiera, me echó un breve y acertadísimo speech sobre lo decisivo que era tratar bien a la esposa. «Porque mujer sólo tenemos una», concluyó.

Luego, cuando nos dirigimos a la caja, él quiso rematar la jugada, y, con un movimiento propio de un prestidigitador, me entregó una piruleta de esas que tienen forma de corazón. «Toma, si vas a hacer las cosas, hazlas bien: dale esto a tu mujer». Y aclaró: «Pero dile que es de tu parte, no de la mía». Estos vikingos son todo delicadezas de amor, pensé.

En lo anecdótico (echar gasolina) se halla, súbitamente, un esclarecimiento (la importancia de lo pequeño para todo aquello que aspire a llamarse a amor). Cuando menos lo esperas, salta la liebre; cuando menos lo buscas, suena lo libre. Cuando todo empezaba a ser inercia, vienen y te salvan los detalles.