Descuidos

Pelear cada segundo de la vida por defender la exigua parcela de mundo que otros te permiten ocupar

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Asómate un momento a la calle, sal a pasear un mediodía cualquiera por el centro de tu ciudad y cuéntame luego lo que ves. No, no me lo cuentes. No hace falta. Ves el ajetreo diario de la gente, el tránsito apresurado de mujeres y hombres que caminan como si supieran exactamente a dónde van. Y lo saben. ¿O no? Míralos, fíjate en ellos un momento. Sin necesidad de pararse a calcularlo, han previsto cada movimiento y cada paso antes de salir esta mañana de sus casas. Un tiempo para cada cosa, un esfuerzo para cada tarea. Ya se sabe: es preciso dosificarse al máximo. Algunos se detienen unos segundos ante los escaparates de las tiendas de moda y echan un vistazo dentro, al otro lado de la propia imagen reflejada sobre la superficie impoluta del cristal. Pero enseguida reemprenden la marcha, a un ritmo más vivo casi siempre, como si les guiara la determinación inaplazable de recuperar a toda costa el tiempo consumido en esa breve distracción.

Van muy atentos, no se permiten un descuido. Un descuido podría resultar fatal, podría apartarles de su itinerario y arruinarles lo que les resta de jornada. Y quién sabe lo que sería entonces de ellos, al regresar por la noche a casa y comprender, súbitamente desalentados, mientras quizá siguen dando vueltas en la cama, que no le han exprimido al día todo lo que el día les había puesto a su alcance.

Lo cierto es que hay que planificarse, te dirán. La vida necesita un orden. Algunos de ellos lo saben porque, aunque vayan de aquí para allá sin apartar la vista de su objetivo ni mirar atrás más que para cerciorarse de que se siguen distanciando de los rezagados, han aprendido lo que una mala jugada del destino les podría deparar. Y tienen miedo. Por eso permanencen atentos, olfateando el peligro. Más te vale que aprendas de ellos. Cualquiera de esos mendigos que se apostan taciturnamente a la salida de los supermercados, con la cara semioculta entre una mata de pelo grasiento y sujetando un cuenco de monedas entre las manos, representa un aviso para quien sepa interpretarlo a tiempo. Recuérdalo. Recordadlo todos: un camino de perdición puede gestarse en un imprevisto sin importancia, en el capricho de una extravagancia aparentemente menor. Quizá nos equivocamos cuando, al reparar en alguno de esos vagabundos que revuelven entre la basura y arrastran fardos de quincalla y se tienden a dormir a plena luz del día sobre el banco de una plaza pública, pensamos sin excepción en una existencia atravesada por el estrépito aciago del fracaso, en una vida de feroz contumacia en el error. Nada de eso. El camino hacia el despeñadero puede resultar mucho menos estruendoso. Basta con evitar seguir durante una temporada las sensatas rutinas que toda persona de provecho acostumbra a observar concienzudamente. Basta, por ejemplo, con olvidar durante varios días seguidos las tarjetas de crédito, las llaves de la casa, el cajón de la ropa limpia, la hora de entrar a fichar cada mañana en el trabajo. Ya lo ves: hay en la vida de cualquiera, incrustadas en lo más oscuro de su entraña, costumbres infinitesimales que le preservan del vértigo de la desesperación.

En un relato de Hawthorne, su protagonista, un próspero y respetable comerciante, sale un día de su casa con el pretexto de emprender un breve viaje y se ausenta durante más de veinte años. Pero no lo hace para vivir una lejana peripecia de peligros y depravaciones. Por el contrario, se instala en un pequeño cuarto que alquila frente a la fachada de su hogar y desde allí se dedica a contemplar el acontecer diario de los suyos. El cuento se cierra con una cita del autor que no es posible leer sin que nos sacuda un estremecimiento íntimo: «En medio de la aparente confusión de nuestro mundo misterioso —escribe Hawthorne—, los individuos se hallan tan ajustados al sistema, que con sólo apartarse un instante, el hombre se expone al terrible riesgo de perder su lugar para siempre».

También Walkfield, el personaje del cuento, es un hombe juicioso y acomodado, con una meta en la vida y una reputación de la que responder. También él tiene, como la mayoría de nosotros, hábitos estrictos, una familia, amigos y parientes que le proporcionan el calor indispensable para reconocerse a sí mismo y no enloquecer. Pero, por alguna razón que nunca acabaremos de averiguar, decide abandonarlo todo. ¿Se ha vuelto loco el tal Walkfield? En todo caso —parece sugerirnos esa gente que camina decidida por la calle, con un extraño brillo de obstinación en la mirada— es mejor no bajar la guardia, no cometer insensateces. Y pelear cada segundo de la vida por defender la exigua parcela de mundo que otros te permiten ocupar.

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