Dejarlo por Glovo

No está en mi ánimo parir alegatos antimodernos en vísperas de Navidad. Aunque toda vida que merezca la pena ser vivida debería serlo (un alegato antimoderno) en sí misma. Verán, no me gusta pedir Glovos. Me desordena. Y, siendo honestos, el tiempo que no he utilizado en hacer la compra y cocinar —actividades que disfruto—  o en salir a cenar, no ha sido invertido en cualquier otra cosa mínimamente edificante o placentera.

Tampoco  siento a la humanidad progresando cuando llega a mi casa un chaval en patinete con comida, generalmente de mala calidad. No cuenten conmigo para celebrar la instauración de la precariedad laboral en nuestra sociedad. También es cierto que la última vez que contraté un reparto de este tipo me lo sirvieron cuatro chavós que conducían un Mercedes 190. En fin, desconozco los entresijos del mundillo delivery, pero a mí no me gusta pedir Glovos.

Y Glovo lo sabe.

Como les contaba, la última ocasión en que usé la aplicación debió ser mientras escribía mi capítulo de Ser conservador es el nuevo punk (La esfera de los libros) allá por 2022. Recuerdo ir pilladísima con el plazo de entrega y entrar en la espiral, más propia de remotas etapas universitarias, de no dormir —ay, el Katovit—, comer cualquier cosa y aislamiento. El asunto es que la big data de la empresa ha debido detectar mi animadversión hacia ellos y hace unos meses decidió acosarme por correo electrónico.

No negaré que consiguieron captar mi atención, motivo por el que no he dado de baja la suscripción a la lista. Quería ver cómo seguían la vaina.

«¿Lo arreglamos? No nos dejes así. No queremos que pases página. Escribamos un nuevo capítulo». Para la primera aproximación, a cualquier lumbrera de las técnicas de ventas se le había ocurrido que el tono de ruptura sentimental podía funcionar. A mí me provocó rechazo pero intuí que esto no había hecho más que empezar. Y que se venía un desparrame emocional en el que todo iba a estar mal. Efectivamente. En los sucesivos correos, el nivel de dramatismo fue escalando.

«No nos dejes así. Danos otra oportunidad. A nuestra historia le queda mucho por contar». Dos días después, el timing importa, volvían a la carga: «Lo nuestro no puede acabar de esta manera. ¿Nos das una última oportunidad?». Los correos iban salpicados con los artefactos infantilizadores de nuestra época, es decir, emoticonos de corazones rotos, reparados, caritas llorosas y manos suplicantes. Y descuentos, ofertas y envíos gratis. El último rezaba así: «Puedo ser lo que tú quieras. Tú eres todo lo que quiero. Lo único que quiero es volverte a ver».

Llegados a este punto, he sentido pena por el creativo de la campaña. Si está gestionando así su vida afectiva necesita una perfusión de autoestima urgente.

De las rupturas hay que irse. No se hacen concesiones al dolor que rasguñen la dignidad. Las heridas se lamen en la intimidad, con amigas o con una copa de Perrier Jouët en la mano. Alguien que te deja, ya siento la perogrullada, no quiere estar contigo. A qué explicarle el daño, llevarle a nuestras profundidades o —y con esta actitud no logro transigir— pedirle que reconsidere nada. Para qué seguir con quien traiciona vuestros códigos y sus propias palabras. No intentes arreglar la espantada de la persona equivocada. Count your blessings.

En contra del dejado se alían el sentimiento de rechazo y la potencialidad de la relación. Sin embargo, el rechazo no debería causar ningún estrago si estamos bien construidos y la potencialidad queda aniquilada en el momento en que uno de los dos rompe la baraja. La capacidad de salir de uno mismo y la generosidad de buscar la felicidad del otro no se improvisan, pero no te das cuenta de que el otro no la tenía hasta que dejas de estar hasta las cejas de feniletilamina.

De las rupturas hay que irse. Y de las relaciones a medio gas, intermitentes o en las que se instala algún tipo de desconfianza. Hay que alejarse de los tramposos y de los cobardes. De los manipuladores y de los buitres de la vulnerabilidad. Jamás hay que sostener la inconsistencia o la inmadurez, no hay que descender de liga para jugar con ellas.

Vivimos, ciertamente, una época de relaciones extrañas. La red está llena de consejos para manejar desamores y la terminología, el catálogo de los horrores relacionales, parece sacada de métodos de tortura psicológica de la policía comunista durante la Guerra Fría.

Evidentemente, no se puede generalizar, hay historias que se acaban y ambos han jugado limpio. Sin embargo, siempre se trata de alguien que fue incapaz de contener lo que somos. Que decidió ignorar las hebras verdosas de nuestro iris. Que no supo cuidar, en palabras de Miguel D’Ors, nuestros átomos y galaxias.

Espera un poco. Espera al que esté dispuesto a dar su vida por ti. Lo reconocerás porque no muda su corazón a otro sitio en poco tiempo. Porque entiende tu entrega y tu voz rota de madrugada. Porque le flipa tu alegría y da gracias por tu alma.