Leí el otro día algo que cada vez escucho a más gente y que, sospecho, responde a una forma de encontrarse frente al mundo que se está poniendo de moda entre un sector más conservador de jóvenes, algo así como una crítica a la modernidad a toda costa, una crítica al hoy simplemente por no ser el pasado. Bien es cierto que del mundo moderno se desprenden muchas cosas que merecen ser objeto de una crítica con la determinación y el arrojo que el sinsentido exige, pero del mismo modo que no todo cambio es deseable por el mero hecho de alterar lo existente —debemos atender al fin y no al momento—, tampoco todo lo pasado merece ser conservado ni exaltado por su condición de ser anterior al hoy.
¿Cuál es entonces el motivo que nos empuja a colocar al pasado sobre un altar en detrimento del presente? ¿Realmente se exalta el pasado o se critica el empeoramiento de nuestras formas de vida? En mitad de esa encarnizada lucha que enfrenta al recuerdo de lo que no se ha vivido contra lo que se ve y lo que se espera, uno puede verse tentado por el espíritu de algún texto constitucional nacido en el año 78 y desdeñar la idea de que el hoy en el que vivimos no es, por erguirse como Estado Social y Democrático de Derecho, la panacea civilizatoria. Pero, oigan, ¿acaso no hemos conseguido, gracias a la que entre-todos-nos-hemos-dado, derechos y libertades, democracia, avances sociales, progreso, tascas canallitas y coches eléctricos? ¡No pueden ustedes preferir el pasado!
Algo es deseable en mayor o menor medida atendiendo a la finalidad que con ello se pretenda. Sin rastro de ese bien común que, se supone, debemos perseguir como sociedad, ¿cómo van a preferir los jóvenes el presente que tienen frente al pasado que han construido en su cabeza partir de un legado? Entiendo, claro está, que habrá un puñado de cosas en las que sí que hemos mejorado con respecto a lo que fue antes de cada uno. Si bien, creo que el pasado goza de una posición privilegiada de la que el presente no parte. Mientras uno vive el presente, lo conoce en los términos en los que le ha tocado y, por tanto, no dispone de una alternativa con la que compararlo que pueda alterar la que, por ser la única hasta ahora, es su mejor realidad; el pasado, sin embargo, aparece como regalo que se hereda en forma del rito más transcendental: la muerte de los que se van y el nacimiento de los que llegan.
Lo que se nos entrega es una tradición concreta, recibimos aquello que no hemos conocido pero que se nos procura para que conozcamos. La ventaja del pasado es que, mediante esa traditio, uno hereda lo que no ha visto antes, y cuando algo no se ha conocido ni se ha vivido, se imagina y se sueña a partir de lo que le entregan. Pero claro, si recibimos algo que no es como nos imaginábamos, empieza el problema: quien lo hereda —no quien lo lega— está libre de prejuicios, de premisas o ideas preconcebidas, lo que se sueña es lo que se añora, lo que se desea para uno y para todos. El error está en considerar que el hecho de que los jóvenes realicen una defensa a ultranza de un pasado que no han conocido, mientras desechan todos eso «logros» que —sí, ya lo sabemos— ha costado tantísimo conseguir, responde solamente al desconocimiento del pasado y al desagradecimiento por el presente.
No, no estamos ante una exaltación del mundo en blanco y negro por parte de los jóvenes, que se tranquilicen entonces los temerosos de una revolución clandestina entre la juventud para recuperar el Antiguo Régimen. Lo que esos chavales quieren para sus vidas, lo que imaginan y desean para ellos y para los demás, todas esas cosas objetivamente buenas y bellas que han visto borradas de la herencia que han recibido, coinciden con un pasado que en algún punto de esa transmisión se truncó definitivamente. No se exalta el pasado, se demanda una caja de verdades que se han perdido por el camino. ¿Quién se ha quedado entonces con ella?
Sin señalar a nadie y haciendo caso a aquellos que, como Pedro Herrero, advierten acertadamente del peligro que supone la belicosidad intergeneracional, tampoco puede uno permanecer en el silencio más absoluto y presenciar como cierto sector poblacional se yergue ahora como decisor y promulgador de lo que los jóvenes queremos y añoramos para nuestro presente y, sobre todo, para nuestro futuro. Hablar por uno mismo no equivale a realizar un llamamiento a las armas contra ninguna generación, pero, que digo yo, quizás la chavalería tenga derecho a decir hacia dónde quiere ir o marcar sus propias prioridades y, por qué no, recuperarlas si coinciden con un pasado que hoy ya no existe.
Ya saben ustedes que a veces a uno se le mete una canción en la cabeza y no puede parar de ponerla como banda sonora para cualquiera de sus quehaceres cotidianos. El caso es que esto último a un servidor le ha pasado con una canción que, por cierto, está escuchando mientras hilvana estas líneas. La composición se llama Déjame decirte, del grupo Stafas. Ya ven, como anillo al dedo. Claro, con tal enunciado, uno no puede evitar imaginar a González Pons hablar ante un público joven de la necesidad de que la Iglesia Católica tenga una obispa protestante para adaptarse a los nuevos tiempos, mendigando con ello simpatía y benevolencia a sus oyentes cuando, de repente y sin aviso, un chaval se levante y le diga «a ver, Pons, déjame decirte que lo que quiero es recuperar el sentido de la fe en mi día a día a través de un buen pastor que me guíe, no tener una obispa hablando de derechos LGTBI».
En cierto modo, nos pasa algo un poco parecido cada vez que alguien decide qué es lo que la juventud ansía, dan ganas de arrancarse con eso de «déjame decirte que…». O, al menos, si no me dejas, no decidas tú —que algo tendrás que ver con el mundo en el que he crecido— por mí. No es que los chavales echen de menos algo que, por pasado, no han conocido. Lo que sucede es que hay un puñado de verdades que, buenas y bellas, permanecen en el tiempo y son, para cualquier época, deseables. No hace falta haber vivido ningún momento histórico concreto para saber que uno quiere formar una familia, porque anhelar dar una respuesta al sentido de transcendencia y dejar algo cuando te marches no es una exaltación del pasado, ni de la dictadura franquista ni de la esclavitud americana, es un deseo inmensamente bueno y sano, ayer, hoy y mañana.
Así, uno sucumbe a la tentación, se arranca con el déjame decirte y se puede tirar un buen rato imaginando que es lo que la chavalada diría a todos esos gurús políticos y no tan políticos que dicen saber lo que ellos necesitan. Pues, ¡qué sé yo! Déjame decirte que no quiero votar todo el rato todo y a toda costa para que la barbarie reciba la bendición de la mayoría, prefiero que lo que salga del parlamento mejore la vida de mis semejantes, con independencia de que lo apoye o no mucha gente. Por ejemplo. O, quizás, déjame decirte que no quiero ver los valles verdes y castigados del pueblo en el que pasé mis veranos cubiertos de placas solares, que no deseo vislumbrar las cordilleras que andábamos en los campamentos del colegio presididas por las marciales hileras de molinos eólicos. No quiero sentirme un ciudadano del mundo mientras soy un huérfano al pasear por las calles que me han visto crecer, no quiero que nadie cuide a mis padres por mí lejos de la casa en la que nací y tampoco quiero que mis amigos se conviertan en una ideología estanca, tal vez prefiero que sean eso, simplemente mis amigos, y ser capaz de agradecer por cuánto ofrezcan su hombro o por cuántas partidas de mus me ganen.
Déjame decirte que queremos abrir puertas, ceder el paso, enamorarnos, tener hijos y empujarles en el columpio, que igual sí que buscamos atarnos a un hogar, sentirlo como un refugio y construir una vida en él. Y sí, también formar una familia, trabajar en nuestro país sin que un señor que ha estudiado algo que empieza con el escupitajo business, diga que soy menos válido por hablar un idioma extranjero con menos solvencia que él. Estaría igualmente bien que se valorasen nuestros títulos universitarios, poder echar raíces y tener un sentimiento de pertenencia a una comunidad. Que quizás si queremos anclarnos a un proyecto que no pivote sobre nuestra condición individual, sino que nos lleve a desarrollarnos cumpliendo con el mandamiento de darnos a aquellos a los que queremos.
Déjame decirte que sería fantástico que no desaparecieran los bares en los que se llama a los clientes por su nombre, mucho más que probar el nuevo garito de copas que han abierto en Ponzano. Quiero que las charangas animen las fiestas de los pueblos y que las bandas que tocan un puñado de canciones que solo escucho en el mes de agosto, no sean sustituidas por los DJ que ya padezco en Madrid. Déjame decirte también que igual nos hemos cansado de la resaca poliamorosa que nos habéis vendido, que ahora lo que queremos es que exista eso de «una vida contigo», por mucho que digáis que el compromiso ha muerto. No dinamitéis el valor de la fidelidad y la entrega, queremos que continúen lo ritos, las tradiciones y las actividades humanas que son en comunidad, esto es, en otros y con otros.
No queremos que nos tutelen ni nos tiranicen, y sí, estaría bien tener vecinos con los que compartir una idea de denominación, convencidos de una convivencia social. Queremos que se mantenga lo que vemos que peligra para nosotros, cosas simples a las que no hemos prestado la debida atención porque estábamos distraídos. Deseamos poder defender unas ideas básicas de relación entre personas, que perduren los pequeños negocios, las tabernas y las zapaterías, que se mantengan, en general, todos esos oficios que tienen ya más de gremio medieval que de servicio actual pero que, al menos, huyen de la terminología anglosajona a mansalva y del infecto corporativismo de multinacionales. Queremos menos rascacielos y más bajos comerciales.
Déjame decirte, en definitiva, que queremos que ser más humanos y tener más cosas que compartir entre nosotros, que no huyamos, por miedo a la normalidad, de las cosas buenas que no entienden de tiempos. No exalta el pasado el joven que demanda legítimamente conservar las cosas buenas que tiene el hoy y recuperar aquello verdadero que se ha perdido en el olvido, tan sólo redescubre lo que alguna vez estuvo sin rechazar lo que puede llegar a estar.