Cuando todavía llovía y apenas se conocían las primeras cifras de afectados por la riada del pasado mes de octubre, comenzaron las acusaciones cruzadas entre el Gobierno y la Generalidad Valenciana, entre el PSOE y el PP. Entre la opinión publicada, la tormenta meteorológica pronto quedó en un segundo plano para que España entera permaneciese pendiente del chaparrón político, que siempre requiere menos virtudes para gestionarlo.
Aunque España es epicentro mundial del asunto, no es un fenómeno exclusivo del país. En los Estados Unidos, las recientes inundaciones en Texas provocaron una oleada de comentarios similares. Algunos activistas llegaron a afirmar que los votantes republicanos estaban «recogiendo lo que sembraron» por apoyar a Donald Trump y bloquear iniciativas climáticas. En ambos casos, se repite una lógica preocupante: cada desastre se analiza desde el fanatismo.
Es más fácil repartir la culpa que gestionar la emergencia
La politización de los desastres naturales ha crecido de forma paralela a la centralidad del cambio climático en el discurso público. Si antes los temporales eran considerados fenómenos inevitables o propios de determinadas zonas, ahora se interpretan como resultado de decisiones políticas. Ya no se discute tanto cómo mitigar sus efectos, sino a quién culpar.
Durante décadas, las críticas tras una catástrofe se dirigían a la gestión de la emergencia. En 1992, el huracán Andrew sirvió para que Bill Clinton atacara la lentitud de la respuesta del gobierno de George Bush. En 2005, el Katrina marcó el inicio del declive del republicano por la desastrosa actuación federal. Aun así, el foco permanecía en la respuesta institucional, no en el origen del fenómeno.
Con la generalización del relato climático, esa frontera se ha difuminado. Desde el lanzamiento del documental Una verdad incómoda de Al Gore, cada fenómeno meteorológico se presenta como consecuencia directa de las variaciones del clima, atribuidas a la acción del hombre y a sus decisiones políticas. Esta lectura moral del clima se ha asentado a la fuerza.
En el caso de la riada de Valencia, no faltaron quienes aseguraron que, de haberse aplicado con mayor rigor los compromisos del Pacto Verde Europeo, el impacto habría sido menor. Otros responsabilizaron al urbanismo «especulativo» de impedir la correcta evacuación del agua. Y no faltaron tertulianos que vincularon el desastre con la «negación climática» de ciertos partidos. Poco importó que riadas similares han tenido lugar en el levante español durante siglos.
Fanatismo por encima de todo
El verdadero problema de esta deriva es que sustituye la gestión por el relato ideológico, cuando no directamente por el fanatismo climático. En lugar de evaluar el estado del alcantarillado, las infraestructuras de contención o los protocolos de emergencia, el foco se traslada al terreno de la moral política.
Así, se cae en una ilusión peligrosa: la idea de que el clima puede regularse mediante políticas. Vincular directamente la elección de un alcalde o un presidente con la intensidad de una tormenta es caer en el simplismo. Ni el Gobierno de turno puede evitar una riada, ni su oposición puede provocarla. En los Estados Unidos, esta lógica ha alcanzado niveles extremos con propuestas como el Green New Deal, que llega a plantear que el poder estatal puede redirigir el clima mediante el gasto público.
La conexión directa entre la política y los fenómenos naturales crea expectativas irreales, desvía el foco de la gestión verdadera y posible, y polariza aún más el debate. Convertir cada catástrofe en una batalla ideológica debilita la capacidad de prevención y respuesta. Las lluvias, las riadas o las olas de calor seguirán ocurriendo, como se han dado siempre. Esataría bien que la aproximación fuese otra que el reparto de culpas.