Daoiz y Velarde: mártires por la independencia

Los acontecimientos del dos de mayo de 1808 en Madrid representan el espíritu de resistencia de un pueblo que, abandonado por sus dirigentes, no se resigna a perder su libertad e independencia

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Si bien aquella resistencia resultaría finalmente fallida, supuso el germen de una fuerza popular que finalmente, tras una guerra que se prolongaría varios años, lograría zafarse de la ocupación francesa. Napoleón, en un flagrante abuso del Tratado de Fontainebleau de 1807, había ido penetrando en territorio español y ocupando multitud de plazas, pese a que el mencionado tratado sólo le permitía pisar territorio nacional para llegar a Portugal. Mientras, el rey Carlos IV y el príncipe Fernando habían acabado a los pies de Napoleón y permanecían cautivos en Bayona, inmersos en celos e intrigas por el trono de España, que finalmente iría a parar al hermano del soberano francés, José Bonaparte.

En Madrid, las autoridades militares, a las órdenes del capitán general Negrete, permanecían en actitud pasiva, conminadas a permanecer en los cuarteles y no intervenir, a pesar de la evidente intención hostil de las tropas francesas. Hasta ochenta mil soldados habían penetrado ya en España sin encontrar oposición. El mariscal Murat, al mando de un ejército de cuarenta mil hombres, tomaba finalmente Madrid, hecho que empezó ya a suscitar la indignación pueblo, que constataba las intenciones de Napoleón. El detonante de la ira popular sería la exigencia de Murat de que le fueran entregados los infantes María Luisa y Fernando de Paula, que fueron sacados de palacio. Las tropas francesas reprimieron de manera brutal la reacción de las gentes de Madrid ante tal atropello, abriendo fuego contra la multitud. La violencia se desató a partir de ese momento de manera abierta.

Había un vacío de poder total en España. La Junta de Gobierno que había quedado en Madrid no tenía autoridad, neutralizada como estaba por Murat. Aguardaba órdenes del rey, pero el rey estaba demasiado ocupado poniendo la corona a los pies de Napoleón. En estas circunstancias, Murat constató gallardía del pueblo de Madrid, que, lejos de amilanarse ante la represión, empezó a pelear. La violencia se extendió por la ciudad. Las gentes luchaban con lo que tenían a mano, navajas y cuchillos, contra un ejército bien armado y entrenado. Sin embargo, a pesar de la orden incomprensible de no molestar a los franceses, una pequeña parte del ejército prefirió servir a su pueblo y no al invasor.

En el Parque de Artillería de Monteleón tendría lugar el episodio más memorable y trágico, pero heroico, del dos de mayo, en el que saldría a la luz la gallardía de un pueblo soberano. Los madrileños necesitaban armas para pelear, y hacia allí se dirigieron en su busca. Al mando del enclave estaba el capitán andaluz Luis Daoiz con sólo cuatro oficiales, tres suboficiales y diez soldados. Junto a Pedro Velarde, formaban parte de un grupo de militares que, desde semanas atrás, venían planeando la rebelión. El objetivo era liberar el Parque de Artillería, única posición desde la que poder resistir a los franceses con alguna posibilidad de éxito, y que estaba custodiado por una unidad de ochenta soldados franceses. Un oficial español, el teniente Rafael de Arango, consiguió impedir que los franceses acribillaran a los paisanos.  Velarde, a su vez, logró convencer al coronel jefe del regimiento de Voluntarios del Estado de que le fuera encomendada una compañía, haciendo creer que su intención era ayudar a los franceses en la defensa de Monteleón. Esta compañía era la de otro personaje que no debemos olvidar: el teniente Jacinto Ruiz, que en ese momento se encontraba enfermo en cama pero que, al oír el fragor de un pueblo necesitado de ayuda, corrió, como buen militar, a ponerse a las órdenes de su coronel, que serán acudir al Parque de Monteleón y quedar inmediatamente a disposición del capitán Daoiz. Así, junto al capitán Velarde, al mando de treinta soldados, marchó el ejército español en socorro del Parque de Artillería.

Allí, conseguirían engañar al capitán francés, haciéndole creer que su intención era ayudar en la defensa del lugar. Lograron de esta forma franquear los portones. Una vez dentro, se dirigieron al mando francés conminándole a rendir las armas, bajo amenaza de que, de lo contrario, serían muertos todos sus hombres. Su oponente no pudo más que rendir la plaza. El objetivo de tomar el control del Parque de Artillería estaba conseguido. Pero la historia no había terminado. Fuera, la muchedumbre, entre vítores al rey y a España, pedía armas para enfrentarse al invasor. El pueblo de Madrid, al contrario que las autoridades, quería pelear y no rendirse.

Una vez logrado el mando en plaza, los dos capitanes tuvieron alguna discrepancia en cuanto a la forma de proseguir la operación. Arango le hizo entrega a Daoiz de la orden de no agresión contra los franceses; tuvo ciertas dudas sobre si obedecer esa orden oficial o seguir a su compañero en la lucha. Consideraba que era el capitán con más antigüedad y el que ostentaba el mando de Monteleón. Finalmente, sin embargo, en un momento dado se plantó y, elevando la vista, desenvainó el sable y, rompiendo la orden que llevaba en la mano, espetó con decisión: «¡Abrid las puertas, las armas al pueblo!».

Sólo disponían de una fuerza de ciento veinte paisanos y escasos efectivos militares, además de siete cañones y dieciséis artilleros. La toma de Monteleón permitió dotar de armas al pueblo, para así intentar hacer frente dentro de lo posible al ejército francés. Pero la posición tenía muy difícil defensa: desde tres calles el acceso al portón era prácticamente franco, no era defendible, pues el edificio no había sido diseñado para el combate. Las tropas de Napoleón habían tomado ya todo el centro de la capital y se disponían a atacar el Parque de Artillería. Una compañía francesa, originaria de Westfalia, al mando del general Lefranc, alcanzó el enclave. Daoiz, que había colocado una batería de cuatro cañones frente al portón, tras dejar que los franceses, confiados, se acercaran, dio la orden de fuego. Un infierno de estruendo, humo y metralla arrolló al enemigo, haciéndole retroceder, víctima al mismo tiempo del fuego que los vecinos abrían desde los edificios cercanos. Los portones cayeron sobre los franceses, que emprendieron la huida. Pero la victoria sería engañosa y fugaz.

El enemigo volvió a la carga. Daoiz ordenó sacar tres cañones fuera del parque. Los franceses abrieron fuego sin misericordia, persiguiendo acabar con los que manejaban los cañones y que agotaran la munición. El teniente Ruiz fue herido en un brazo, pero, tras ser curado rápidamente, se reincorporó al combate.

Murat, ante la obstinada resistencia de los militares españoles, apoyados por el pueblo, envió refuerzos. Al mando del general Lagrange, tropa de caballería e infantería, con el apoyo de cuatro cañones, acudió a Monteleón. Pedro Velarde dirigió una operación que, con descarga de fusilería desde los muros y de las baterías de cañones de la puerta del parque, consiguió repeler de nuevo al enemigo. El general Lagrange necesitó reunir una dotación de dos mil hombres para propinar el golpe definitivo. Los españoles ya habían agotado la munición, sólo les quedaban las bayonetas. En esto, Velarde recibió un balazo a quemarropa en el pecho que le provocó inmediatamente la muerte. Fue el primero en caer. Jacinto Ruiz fue atravesado por un disparo. Daoiz, herido en una pierna, resistía como podía apoyándose en un cañón. Lefranc se acercó a él y, al tiempo que le insultaba llamándole traidor, le golpeó en la cabeza. El malherido capitán aún tuvo fuerzas para, antes de caer, blandir la espada y herir a su enemigo. Finalmente, cayó medio muerto atravesado por las bayonetas. Fue trasladado herido a su casa, donde entregó su vida horas más tarde. El cadáver de Pedro Velarde fue vejado y profanado por los franceses hasta que pudo ser trasladado al cuartel y, posteriormente, a la iglesia de San Martín. Allí recibiría cristiana sepultura junto a Daoiz, su compañero en aquella trágica jornada.

Cuando, una vez terminada la batalla, los soldados supervivientes se dispusieron a retirar los cadáveres, advirtieron que, sorpresivamente, el teniente Ruiz aún vivía. Rápidamente lo trasladaron al cuartel. Sin embargo, por el riesgo que allí corría, lo ocultaron en una casa particular, perteneciente a una tal María Paula Variano, donde recibió las oportunas atenciones. Pero, llevado de su irrefrenable pasión guerrera, cuando supo que los invasores rodeaban la capital, corrió nuevamente al cumplimiento de su deber, en contra de las recomendaciones de su médico, y partió hacia Badajoz para unirse al ejército de Extemadura. Fue ascendido, por sus méritos en la defensa de Monteleón, a teniente coronel y puesto al mando de un regimiento de Guardias Walonas. Sin embargo, las secuelas de las heridas recibidas en Madrid finalmente le hicieron enfermar, falleciendo el 13 de marzo de 1809 en Trujillo. Era el último héroe del dos de mayo en caer.

Luis Daoíz y Torres había iniciado su carrera militar a la edad de quince años, recibiendo formación como artillero en el Real Regimiento de Artillería en el Puerto de Santa María. Como soldado luchó contra los marroquíes en la defensa de Ceuta, contra los franceses en la guerra del Rosellón, contra los ingleses en Cádiz, y en tierras americanas defendiendo las posesiones de España al otro lado del Atlántico. A su regreso de allí fue cuando fue puesto al mando del Parque de Artillería de Monteleón. Por su parte, Pedro Velarde y Santillán había iniciado su carrera militar con catorce años en el Real Colegio de Artillería de Segovia. Fue profesor y especialista en proyectiles y, tras prestar servicio en Portugal, fue nombrado secretario de la Junta Económica del Cuerpo de Artillería, debiendo trasladarse a Madrid. Pese a su corta edad (veintinueve años), al momento de desencadenarse los episodios del dos de mayo, contaba con cierta posición dentro del Estado Mayor.

Cuando hubo terminado la guerra de la Independencia, en 1814, los cadáveres de Daoiz y Velarde fueron exhumados y recibieron el homenaje que sin duda merecían por parte del pueblo al que habían defendido hasta la muerte, el cual se congregó para aclamarles por todos los lugares del territorio nacional por los que fueron peregrinando. Finalmente, fueron depositados en el Monumento a los Héroes del Dos de Mayo, ubicado en la actual plaza del mismo nombre en Madrid, comenzado a construir en 1821 por el escultor Antonio Solá por orden del rey Fernando VII, e inaugurado finamente el 2 de mayo 1840, bajo el reinado de Isabel II.

Las Cortes de Cádiz decretaron que, junto al Alcázar de Segovia, se erigiera un monumento en memoria de los capitanes Daoiz y Velarde, pero hubo que esperar al siglo XX, recién inaugurado el reinado de Alfonso XIII, para que fuera ejecutado el decreto. Este monumento, situado en la plaza de la reina Victoria Eugenia de la ciudad castellana, fue encargado al escultor Aniceto Marinas con motivo de los actos de conmemoración de la memoria de los dos héroes celebrados en torno al 2 de mayo de 1808. Finalmente, el monumento fue inaugurado el 15 de julio de 1910. En inscripción en un lateral puede leerse: «El capitán D. Luis Daoiz, con su heroica resolución y sacrificio, el 2 de mayo de 1808, en la defensa del Parque de Monteleón, señaló a la patria el camino de su honor e independecia». Y al otro lado: «El capitán D. Pedro Velarde, abrazando el partido más digno de su espíritu y honor, el 2 de mayo de 1808, en la defensa del Parque de Monteleón, dio con su heroísmo gloria a la patria y ejemplo al mundo».

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