Cuando sólo había amigos y novios

Una elegía a la claridad emocional

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«Añoro los 90, cuando sólo había amigos y novios», dice un Steve Carell atrapado en una serie malísima. Otro día hablamos de la desdichada vida del buen actor en el panorama actual. Nick —Carell— es un cincuentón que deja a su mujer y se lía con una chica 20 años más joven. Ella, hija de una modernidad que él creía comprender, ha tenido siempre «relaciones abiertas y fluidas». Él escucha, visiblemente abrumado, la ligereza con la que habla de sus ex y se pregunta: «¿qué hago yo aquí?». Sin embargo, nuestro icónico jefe de The Office se pone torero y le lanza: «¿Quieres ser mi novia?». Ella lo mira como yo miraría mi cuenta corriente si no viviera en España. Está impactada. Como si jamás hubiera escuchado algo parecido. Esta chica de 30 años se encuentra por primera vez en su vida ante algo extraordinario: un hombre quiere que sea su novia. Dice que sí. Es un sí que no requiere meditación ni consulta con las amigas. Es un sí rotundo, un sí soprano, un sí sin saltitos ni risitas. Es un sí hecho del mismo material que la pregunta: de mármol.

 

¡He acabado adorando las etiquetas!

 

A nuestra generación nos han frito el cerebro varias cosas. Una de ellas es el rechazo a las etiquetas. Sin necesidad de apuntar al delirio del género fluido, en lo cotidiano evitamos etiquetar. Etiquetar está mal. Salvo para etiquetar a la ultraderecha: eso es necesario para salvar la democracia. Pero etiquetar, en principio, no. ¿Qué necesidad hay de ponerle nombre a las cosas, eh? A ver, ¿para qué quieres saber si somos amigos o algo más? En esta evitación de nombrar un vínculo sobrevive nuestro mapa afectivo. Ese mapa en el que sólo hay un país y un habitante: yo. ¿Quién osa atentar contra la libertad individual del otro queriendo saber si te quiere o no te quiere?

 

En El arte de amar, Fromm escribe: «El amor es una decisión, un juicio, una promesa. Si el amor fuera sólo un sentimiento, no habría base para la promesa de amar para siempre». El bueno de Erich Fromm no sabe lo caro que está decidirse. En la entrega y la responsabilidad —que requieren inevitablemente de etiquetas y, por tanto, de claridad— muere esa inmadurez a la que llamamos libertad.

Lo pop

Ross y Rachel, un «sí, pero no» que duró 10 temporadas y configuró el state of mind de una generación. Amigos que pasan a ser novios, luego amigos otra vez, siendo amigos tienen una hija en común, se plantean volver a ser novios pero todo es complicado. Friends nos vino a convencer de que acostarse entre amigos y fluir sin etiquetas era posible y hasta bueno, siempre que se hiciera entre bromas. Risas enlatadas mientras Phoebe gestaba los bebés de su hermano. Vista en perspectiva, fue una serie atroz.

Me gusta ver a los jóvenes de nuestra esquinita espiritual tan conscientes de la necesidad de crear vínculos sólidos y formar familias. Son la mejor generación que vive ahora en Españita. Cuando veo parejitas en Twitter anunciando matrimonios y embarazos, me llena el alma. La pizquita de esperanza que nos queda.

La falsa promesa de que «sin expectativas es mejor», cuando lo que realmente sentimos es inseguridad emocional, es una sentencia de soledad perpetua. Tampoco se trata de volver a los 90, sino de rescatar algo que funcionaba: la valentía de llamar a las cosas por su nombre.

 

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