Llega el verano, las vacaciones y, por extensión, aparecen los turistas. Absolutamente todas las capitales europeas se llenan de ellos, una masa que consume, que trae dinero y deseosa de conocer mundo. Por ello, los cascos históricos cada vez son más parques temáticos y menos ciudades. Siendo el turismo una industria tan lícita como cualquier otra, siempre y cuando sea regulado de una manera lógica, hoy vengo a reivindicar un turismo distinto, uno que no es instagrameable pero sí introspectivo.

Cuando la seguridad de la ciudad, por desgracia en cada vez menos de ellas, lo permite hay otra ciudad que se abre ante nuestros ojos. Visitar de noche, caminar bulevares vacíos, admirar fachadas iluminadas, jugar con las sombras de un mundo que ya fue es lo que, paradójicamente, nos aproxima a sus mejores tiempos.

Alejado del mundanal ruido, uno se alimenta de silencio. La contemplación puede convertirse en un ejercicio de diálogo interno con la historia. Yo mismo me he incluido en esta masa veraniega, visitando Austria y Turquía. En lo melancólico de una ciudad de pan de oro ya ennegrecido como es Viena, que por momentos aún respira la grandeza de un imperio al que mató la modernidad en una trinchera, se asiste a un ejercicio de exaltación de la Belleza objetiva e imperecedera en un mundo que hoy aúpa el esperpento como herramienta involutiva. Esta belleza silenciada, acompasada por la sinfonía que se compone entre sus calles, es capaz de llenarnos el espíritu si en vez de mirar el frío mármol atendemos a la calidez de las manos que lo hicieron, a la sensibilidad que trasciende a su presente. Es darse de bruces con una civilización de fino ornamento cuya raíz se haya en el sólido cimiento de la tradición.

De Estambul te impacta su inmensidad, su permeabilidad frente al tiempo y la mezcla que da como resultado una ciudad única. Santa Sofía parece que levita, es una mezquita con mosaicos previos a la concepción del Islam. Es gigante, abrumadora por sus dimensiones, su antigüedad, en definitiva es un todo que compendia casi 2.000 años de existencia humana en el viejo continente. Parte europea, parte asiática, secular pero musulmana, la antigua Constantinopla rezuma vida por los cuatro costados.

Como Cyrano de Bergerac, estas ciudades nos susurran su verdadero sentir al cobijo de la noche, para los pocos que quieren escuchar a esas horas en las que hasta los pájaros dejan de cantar.

Es por ello que reivindico un turismo que no consista en un mercadeo de experiencias que vender en redes, es decir, un turismo que te empape de tu destino, que cale y que armonice con la vida de la ciudad. Conocerse a sí mismo comienza por conocer el entorno, valorar lo propio, entender lo ajeno y crear un sentimiento de universalidad en el que uno es capaz de encontrar pequeños trazos de casa a miles de kilómetros de ella.