‘Conservatismo’: razones para la supervivencia de una civilización

Para tener una noción de hacia dónde nos dirigimos, primero hemos de hacer un esfuerzo por conocer nuestro pasado. De ahí que libros como el último del profesor Elio Gallego resulten imprescindibles

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El futuro nos intriga y de ahí nuestra predilección por los vaticinios. Dirigimos nuestra mirada hacia el tiempo que está por venir y apenas conseguimos penetrar ese muro de niebla. El vértigo del presente nos desconcierta. La fisonomía del mundo parece modificarse por momentos. Para quien vive inmerso en el tumulto de los días, no hay idea, creencia o principio susceptibles de permanecer estables. La obsesión por el cambio es la savia de la que se nutre el espíritu de nuestra época. Frente al hechizo formidable de la novedad, frente a la seducción incontenible de esa corriente de fuerza imperiosa que llamamos «progreso», ¿cómo nos será dado encontrar una brújula que nos oriente?; ¿cómo, entre la maraña de conceptos mudables con que tratamos de parcelar la realidad, daremos con un elemento que la unifique y nos la muestre bajo la forma de un rostro inteligible?

La respuesta es que para tener al menos una noción básica de hacia dónde nos dirigimos, primero hemos de hacer un esfuerzo por conocer nuestro pasado. De ahí que libros como Conservatismo, el último de los publicados por el profesor Elio Gallego, resulten imprescindibles para atender a esa necesidad de esclarecimiento. En poco más de cien páginas, haciendo gala de un estilo que combina la elegancia con la claridad expositiva, su autor aborda una doble tarea: trazar una genealogía del pensamiento conservador a partir del suceso histórico que le dio origen y, de manera subsiguiente, acometer una extrordinariamente bien razonada defensa del conservatismo no sólo en tanto edificio doctrinal, sino ante todo como un denso tejido de significados inspirador de un modo de vida en el que hallen cumplimiento los más profundos anhelos humanos.

Para Elio Gallego no hay modo de comprender nuestra época si no tomamos conciencia de que la naturaleza de los sucesos que en la actualidad nos sobresaltan no constituyen sino el eco tardío de la conmoción que supuso para la historia de nuestra civilización el estallido de 1789. Es ahí donde debemos situar el inicio de la ruptura que, en lo sucesivo, iba a dejar Europa traumáticamente fracturada en dos cosmovisiones políticas (y también antropológicas) prácticamente irreconciliables. De ese modo, los términos progresista y conservador encuentran su génesis en el acontecimiento que da inicio a la modernidad política, y en la medida en que toda contienda política se manifiesta antes que nada como una lucha por la apropiación del lenguaje, debe reconocerse que los partidarios del bando progresista supieron partir con una ventaja que los conservadores todavía no han acertado a equilibrar.

Conservatismo supone, en ese sentido, una contribución mayor en la batalla por nivelar las fuerzas. Para empezar, Elio Gallego es consciente de que los conservadores juegan en un terreno cuya demarcación ha sido establecida por sus oponentes. Sin embargo, a poco que se indague en su esencia, se descubrirá que el progresismo se afirma desde su génesis como un fenómeno de negación. Frente a ello, nuestro autor argumenta que «el conservatismo es la lucha política contra la ruptura entre las generaciones operada por la Revolución francesa. Lejos de la caricaturesca descripción de ser un intento imposible de retorno al pasado, lo que mueve al conservador es otra cosa, es la reconciliación del presente con su pasado, entendido este en términos de tradición e historia, y percibido como única garantía de futuro».

En abierta oposición a la ideología progresista, que desvaloriza tanto el pasado como el presente y abraza la pretensión de un futuro utópico, el conservador «afirma el trasfondo armónico de las cosas, la belleza y consistencia de un mundo pensado para constituirse en la casa del hombre».

Semejante actitud, sin embargo, no lo fosiliza en la esterilidad de un inmovilismo que contradice la naturaleza misma de la historia, como intenta hacer ver su némesis progresista. «Lejos de cualquier tentación petrificante o inmovilista —argumenta el autor—, el conservador asume la necesidad del cambio y de introducir mejoras como el mejor medio de conservar la sociedad». Porque, en definitiva, el conservador «sabe de las injusticias del pasado y se propone repararlas y corregirlas».

Imbuido de este espíritu constructivo, el conservador debe empezar por reconocer el alcance y la potencia de las fuerzas que se le oponen. En primer lugar, la prevalencia de un modo de hacer política —de signo netamente revolucionario— que somete al conjunto de la sociedad al molde de una idea preestablecida, lo que de hecho convierte a los ciudadanos en objeto de un interminable experimento de transformación social. El propósito último de dicho experimento es el borrado de la identidad que lograba que esos ciudadanos se reconociesen miembros de una misma comunidad cultural e histórica y, en consecuencia, capaces de unir sus fuerzas para hacer valer libremente sus derechos frente a las los abusos de un poder despótico. Elio Gallego da cuenta de cómo el triunfo de esta modalidad de entender la política nos ha llevado al estado de disolución —título, por cierto, de otro de sus ensayos— en el que nos encontramos ahora. Una disolución que se sustancia en unas sociedades que, ricas en el plano de lo material, exhiben una pobreza espiritual y un desarme moral inéditos en los anales de nuestra historia reciente. Es así como se explican, entre otros fenómenos terminales, la dramática caída de la natalidad en la que Europa se halla sumida, pues «para que un pueblo tenga niños y pueble una tierra tiene que hallarse en posesión de una fe sobre su propia identidad, una fe capaz de proporcionarle una razón de ser, una razón lo suficientemente poderosa como para vivir, luchar y perpetuarse».

Esa palabra, «fe», encierra muy probablemente la clave interpretativa de la tesis última que Elio Gallego ha querido tranmitirnos en su libro. Es el abandono de toda fe trascendente, en indisoluble sincronía con la pérdida de lo sagrado, lo que ha carcomido los cimientos que sostenían nuestra civilización. Así, el proyecto de transformación humana que surge de la Revolución acaba en una Europa corroída por el cinismo y la inoperancia de sus élites, empantanada en una atmósfera deletérea de nihilismo, desprovista de ideales, huérfana de vínculos comunitarios y hasta del deseo mismo de perdurar. ¿Será posible sobreponerse a tanta desolación? ¿Sabremos escapar del inmenso poder de atracción del abismo al que nos asomamos y recuperar una idea de la política como ámbito de despliegue de la libertad humana en aras del logro de una vida buena? Tengan por seguro que, de haber considerado que la respuesta a ambas interrogantes se sintetizaba en un «no» categórico y definitivo, Elio Gallego nunca hubiera escrito este magnífico ensayo.

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