La repetición exacerbada de patrones que funcionan a modo de manual de instrucciones conlleva, inevitablemente, al hastío de quien los recibe día sí y día también. Frente a este hartazgo, existen dos posibilidades: bien claudicar y abrir la puerta al discurso recibido asumiendo como propia una colección de ideas preconstruidas, o bien apartarse de esa realidad falsa que se nos vende y tomar la decisión de ausentarse de un juego del que no se quiere formar parte. No podemos, claro está, confundir ese manual de instrucciones —que tiene más de prospecto médico que de manual— con los códigos de conducta, que suelen atender a una concreta moral o a la «hidalguía de espíritu» que García-Máiquez desgrana con palabras exactas y acertadas en su Ejecutoria. De esos códigos no queremos saber nada y, de tanto no querer saber, hemos terminado por regalárselos al olvido.

Avisaba Javier Marías que se marcharon las viejas guías, «es lo malo de que se hayan perdido los códigos, que no sabemos cuándo toca nada ni a qué atenernos, cuándo es pronto y cuándo es tarde y nuestro tiempo ha pasado. Debemos guiarnos por nosotros mismos y así es más fácil meter la pata». Y sí, lo cierto es que resulta deliberadamente más fácil meter la pata si no se tiene la posibilidad de contar con algo que de pauta nos preceda, sin unas formas que sean anteriores a nosotros y que nos guíen, aunque algunos, contagiados de una nostalgia que les hace padecer desesperanza en el presente, sigan diciendo por ahí que ahora lo tenemos todo mucho más fácil. Las posibilidades de meter la pata aumentan, todavía más, cuando sustituimos los códigos pasados por nuevos manuales de instrucciones cerradas que, lejos de hacer alusión a la vigilancia en el hacer y el deber, presentan compartimentos estancos de ideas a las que uno debe adherirse primero para desarrollar y construir después su forma de estar en el mundo, que ha de ser siempre a partir de ella.

Somos progres, fachas, liberales, perroflautas, ultraderechistas y lo somos a tiempo completo, formulando nuestra existencia en base a la etnia ideológica a la que pertenecemos y, sobre todo, celosos permanentemente, manifestándonos en forma contraria a partir del sentido en que los demás se posicionen o expresen al respecto. Vivimos en el absolutismo del a favor o en contra, en la tiranía de las manifestaciones sin matices, en el imperio de la burda reducción que devora las pequeñas cosas, esto, las realmente importantes.

En ocasiones, necesitamos un puñado de certezas que nos permitan no perder la cordura en un mundo que huye de lo cierto y que hace de la relatividad y del emotivismo su bandera. Estamos de acuerdo, y no será uno —menos en esta casa— el que rompa una lanza en favor de poner fin esas Verdades que nos permitan construir nuestra sociedad sobre algo que, por auténtico, es bueno y bello y, por tanto, se sabe cómo deseable y sólido cimiento. El problema aparece cuando comenzamos a ser nosotros mismo quienes dejamos de buscar aquellas pocas pero ciertas Verdades, permitiendo con nuestra aquiescencia que sean entonces diseñadas desde algún lugar alejado del hombre medio y, generalmente, engalanado con banderas oficiales. Entonces, dejamos de hablar de lo auténtico para hablar de lo mendaz hecho verdad, un nuevo culto que se presenta a modo de catálogo de opciones cerradas sobre las que elegir sin disentir.

Entiéndame, no digo que no existan en este mundo verdades auténticas —las hay—, tan solo abro la puerta a la posibilidad de que, en ocasiones, esa verdad auténtica no sea la nuestra sino la del prójimo que difiere. Vamos más allá. ¿Y si es la adhesión a los catálogos ideológicos lo que nos hace incapaces de profundizar y caer en la cuenta de que con aquellos con los que a priori disentimos compartimos idénticas verdades en esencia? ¿Y si lo que nos hace discutir son los encasillamientos estancos de los que uno debe formar parte a tiempo completo? ¿Podría ser que la verdad que inconscientemente compartimos con otros no coincida realmente con la de los manuales de instrucciones políticas?

Nos hemos encasillado unos a otros en ideologías perfectamente cerradas, en establos del diálogo, renunciando con ello no solo al deber que todos tenemos de cambiar de opinión en algún momento de nuestra vida para demostrar algo de sinceridad —aunque sea puntual—, sino desechando, también, la voluntad de comprender al otro y la intención de ser comprendido. Hemos olvidado por completo que se puede compartir sobremesas con gente que piensa muy diferente a nosotros, que se puede socializar sin seguir permanentemente unos patrones que, por vacíos, son inútiles. ¡Créanlo, se puede!

Ansiosos por mantener un consenso aparente divido en bloques ideológicos, ya no recordamos que es perfectamente posible coincidir en la divergencia natural que cualquier cuestión humana debe plantear. ¿Por qué? Parece claramente más fácil manejar a una sociedad mientras sus integrantes solo difieren con vehemencia sobre aquellos temas en los que se les permite discutir siempre y cuando lo hagan en la forma en la que se les dice, esto es, señalarse unos a otros como personas alejadas entre sí y no como miembros de una comunidad nacida sobre un vínculo que ambos comparten. Mientras no nos contradigamos entre nosotros —y especialmente, a nosotros mismos— en la forma y los temas que pretendamos sin que nadie nos diga sobre qué sí y sobre qué no en función al equipo al que adherirse, seremos incapaces de darnos cuenta de que quizás, ahondando y cuestionándonos desde el aparente abismo de lo nos separa, somos capaces de encontrar una Verdad idéntica que compartimos.

Se nos cuenta que uno es «progre» y, por tanto, a partir de ahí debe construir todos sus pensamientos, pareceres y reflexiones en función de tal posición política. Uno es «facha» y, en consecuencia, no puede dejar de serlo en ninguna de sus manifestaciones cotidianas sea cual sea la índole de estas. ¿Por qué compramos estas premisas si uno puede bajar al mundo real, ese que está alejado de las televisiones y de los políticos, y comprobar que es infinitamente más divertido compartir una caña con quien piensa distinto? ¿Qué hacemos adhiriéndonos a un prospecto de ideas ajenas si las cosas no son buenas o malas en función de qué partido las proponga sino de que cumplan el fin último de contribución al bien común?

En ocasiones, es importante recordarse a uno mismo una serie de cosas que con demasiada frecuencia olvidamos. Hay una parte de nuestros semejantes que no compartimos y que existe tanto como aquella en la que coincidimos. Cuando nos hacemos «hooligans» de lo político nos estamos privando de permanecer vigilantes frente a los propios errores y de dar al otro la posibilidad para convencernos de que coincidir, a veces, requiere de una primera divergencia que permita destapar lo idéntico con diferente traje. Hacer desatinos compartidos diluye responsabilidades al repartir el patinazo con otro. No somos lo que pensamos hoy sino lo que buscamos con ese pensamiento. La articulación del pensamiento puede estar viciada y, en consecuencia, errada. El fin que se pretende al defender ese pensamiento variable es lo que vale, y en la finalidad última de ese pensamiento, la inmensa mayoría de veces, todos coincidimos, aunque nos digan siempre lo contrario.