Ciencia y humanismo: un encuentro pendiente

La tendencia a reducir la realidad a magnitudes cuantificables ha transformado el conocimiento y la experiencia humana profunda

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En las últimas décadas, se ha hecho cada vez más evidente la brecha entre el avance científico-tecnológico y una reflexión profunda sobre los principios morales que deberían orientarlo. Desde la revolución científica de hace casi cuatro siglos, la ciencia ha adoptado un enfoque reduccionista, basado en la cuantificación y la abstracción. Descartes impulsó la idea de reducir la calidad a cantidad para facilitar así el análisis científico. Este método, aunque eficaz para la predicción y la manipulación tecnológica, tiende a simplificar y distorsionar la realidad humana y natural. Un ejemplo elocuente se encuentra en la psicometría: el coeficiente intelectual es concebido como un factor cuantificable; sin embargo, su capacidad predictiva individual es muy limitada, pues la vida humana está determinada por una compleja red de variables que desbordan la mera medición de la capacidad cognitiva. Esta lógica esquemática del pensamiento científico ha marcado la organización social y económica. El resultado es un mundo recreado tecnológicamente, donde la diversidad y la complejidad humanas se ven subordinadas a modelos matemáticos y tecnológicos. Tal visión del mundo ha sido instrumentalizada y explotada con fines políticos, lo que ha comprometido la objetividad de la ciencia con la difusión de opiniones disfrazadas de legitimidad científica. Como consecuencia, se han distorsionado debates sociales fundamentales, como los relativos a la igualdad, el clima, la alimentación o la diversidad sexual.

Mientras que la ciencia moderna ha logrado extraordinarios avances técnicos, su neutralidad frente a cuestiones de sentido u orientación moral limita su capacidad para abordar cuestiones éticas o de justicia social. No dice qué deberíamos hacer o para qué deberíamos usar ese conocimiento. Por eso se necesita el concurso de otras disciplinas que orienten el uso responsable del caudal científico. Ese saber debe enriquecerse con consideraciones sobre sus dimensiones trascendentales, especialmente ahora, cuando la revolución biotecnológica nos confronta con dilemas inéditos en la historia universal. Además, la visión materialista tiende a desembocar en una deshumanización inherente, como se percibe hoy en ciertas prácticas médicas y científicas. El cuerpo humano y la vida nueva se abordan, con frecuencia, desde perspectivas meramente técnicas: el corazón se reduce a una bomba mecánica, el cerebro a una computadora, y el cadáver a un simple objeto patológico. Esta mirada empobrecida conduce a la pérdida del asombro que tradicionalmente ha enriquecido la comprensión de lo humano. El fenómeno se revela en la desconexión emocional de muchos científicos y médicos que, tras conquistar cierto dominio de sus técnicas, se tornan ciegos a los misterios insondables de la vida y la muerte.

La transformación del entorno urbano y de la estructura social, impulsada por la tecnología, produce efectos que van más allá de las infraestructuras y la economía. El ejemplo más elocuente es el de la inaccesibilidad a la vivienda, una de las injusticias económicas más graves de nuestro tiempo: impide la formación de familias —pilar esencial del orden social—, fomenta el individualismo y agrava el declive demográfico, como consecuencia de un desorden estructural que sofoca toda posibilidad de arraigo. Esta situación altera el modo de vida, las relaciones sociales, la salud, la percepción del espacio e incluso el sentido del ocio. Junto a esto, la competitividad contemporánea fomenta una movilidad vertiginosa que aleja de la clásica concepción de la «buena vida»: aquélla en la que había tiempo para crecer, confiar, cuidar e incluso quedar asombrado ante la belleza del mundo. La acumulación de bienes, el impulso tecnológico y el consumismo erosionan principios tan esenciales como la intimidad o la belleza, y envuelven el ocio en una pátina de descrédito cuando, en realidad, han sido pilares de la experiencia humana. Se hace necesario un giro radical en las políticas públicas que corrija la tendencia a construir infraestructuras sin una planificación razonable y promueva la rehabilitación y humanización de nuestras ciudades.

Uno de los temas recurrentes en este contexto es la tensión entre ciencia y política. Aunque los científicos e ingenieros rara vez aspiran a dirigir la sociedad con el fin de aplicar sus «soluciones» técnicas, éstas suelen carecer de suficiente perspectiva para abordar la complejidad política, que no consiste en un problema concreto que resolver, sino en la gestión de la convivencia entre personas con ideas y formas de vida diversas. La ciencia tiene su lugar, pero reducir la política a una cuestión técnica o pretender que los científicos la encabecen puede ser irresponsable. Eso no implica que deban renunciar a sus responsabilidades cívicas, sino que asuman también sus responsabilidades morales, más allá del lugar común de reclamar poder para «resolver problemas». Además de una sólida formación técnica, necesitan educación humanística que les permita comprender las posibles implicaciones sociales, políticas y éticas del conocimiento que generan. Una educación moral bien fundada resulta esencial para sostener el progreso técnico sin comprometer principios humanos fundamentales.

La educación científica tradicional no proporciona formación moral, sino habilidades técnicas. Por ello, si se aspira a formar científicos con una conciencia, se vuelve esencial integrar las humanidades en sus planes de estudio. Así podría cultivarse el juicio crítico sobre el uso y el abuso del conocimiento, junto con un compromiso genuino con las necesidades sociales, más allá de la fascinación por el poder o el dominio técnico. Sin el firme cimiento de una educación orientada por principios morales, el conocimiento puede convertirse en semilla fértil para los páramos de la inequidad: capaz de profundizar heridas sociales o de causar daños imprevisibles e irreparables al ser humano, a la sociedad o al entorno natural. La tendencia a reducir la realidad a magnitudes cuantificables ha transformado el conocimiento y la experiencia humana profunda. Al hacerlo, ha desplazado costumbres y fundamentos morales esenciales. De hecho, la aceleración tecnológica sin restricciones puede empobrecer la calidad de vida y erosionar las relaciones personales, familiares y comunitarias. La ciencia no puede mantenerse al margen de la política y las costumbres, pero tampoco debe asumir el mando sobre ellas. Centrar la responsabilidad de científicos y tecnólogos en una reflexión crítica sobre el bien y el mal, sobre los principios que deben guiar su labor y sobre sus implicaciones sociales, constituye un camino hacia una sociedad más libre, justa y humana.

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