Me invitaron a participar en una mesa redonda sobre la serie Adolescencia. Intervendría junto a un crítico de cine y una psicóloga. Al ver el cartel, a una de mis hijas le surgió una duda razonable, que, confiadamente, formuló de esta guisa: «¿Y tú qué pintas ahí, papá, si no eres experto en nada de eso?». Tenía razón, pero debía evitarle a la niña el bochorno de un padre fuera de lugar. «Bueno, soy padre: imagino que algo podré decir», repliqué. Y el argumento pareció convencerle, porque me dio un beso y se fue por donde había venido.
Con todo, la niña había puesto el dedo en la llaga. ¿Qué puede decir un padre normal sobre una serie que plantea tantas cuestiones esenciales sobre la educación, la libertad de los hijos, la autoridad en los colegios y un largó etcétera? ¿No deberían dejarse esas cuestiones en manos de expertos? Como tantas otras veces, Hadjadj acudió en mi ayuda. «En la familia, el lazo educativo se fundamenta en una autoridad sin cualificación», porque «la familia no tiene que ver, primordialmente, con un proyecto de educación, sino con una realidad de filiación». Por eso el padre no tiene más remedio que manifestar su incompetencia: ser padre es una tarea que a todos nos supera. Ante esa inmensidad, no hay experto que valga.
Lo anterior, claro está, no le exime a uno de la ardua tarea de pensar y de buscarle sentido a todo lo que pasa alrededor. Por eso me puse a ver la serie por segunda vez, con un cuaderno delante y un bolígrafo en la mano, atenta la mirada y despierto el corazón.
La serie me deslumbró. Mucho más que la primera vez. En cada escena encontraba un tema, una cuestión viva, un asunto vibrante. Pondré tres ejemplos, todos del segundo capítulo. Los inspectores visitan el colegio de Jamie Miller. Tratan de encontrar respuestas y el arma del crimen. Un desconcertado inspector Banscombe habla aparte con su hijo Adam, que es alumno de esa escuela. En el punto álgido de esa conversación, el inspector llama «hijo» a Adam. «Nunca me llamas hijo», le espeta él. ¿No habíamos dicho antes que la familia es primordialmente una «realidad de filiación»? Pues eso: no hay nada que un hijo desee más que saberse hijo de su padre, y que éste se lo recuerde.
Segundo ejemplo. El ambiente escolar es desolador. La ayudante del inspector lo resume así: «Parece un puto corral de borregos». Pero cuenta también que ella había sobrevivido a un colegio así gracias a una profesora: «La señora Benton era la puta caña en clase de arte y de fotografía» (sin duda, la tal señora Benton no había sido su profesora de Lengua). Eso es: basta un solo profesor comprometido para que a un alumno le cambie la vida. No se trata de llenar un vaso, sino de encender un fuego. Un fuego que avive el seso y que incendie todo por dentro.
El tercer ejemplo es más sutil, porque es musical. Al final del capítulo, la cámara se eleva —qué permanente audacia la del plano secuencia— y nos lleva desde el colegio hasta el aparcamiento en el que todo ocurrió. Eddie, el señor Miller, acude allí con un ramo de flores. La intensidad se acrecienta. Nos acercamos al lugar del delito. Allí manó la sangre que ahora unas flores tratan de serenar. Suena Fragile, de Sting, cantada por un coro de niños: «La lluvia seguirá diciendo lo frágiles que somos». Como el resto de capítulos, la última escena está repleta de lágrimas. El llanto incontenible se hace lluvia. La desesperanza asoma. ¿Triunfará acaso? ¿El dolor tendrá la palabra final?
Las Fábulas de R.L. Stevenson empiezan con un diálogo entre el capitán Smollett y John Silver. Se preguntan sobre el autor de su historia. El capitán lo tiene claro: «El autor está de parte del Bien». Lo mismo sucede en Adolescencia. En el cuarto y último capítulo principia la redención, la posibilidad de curar las heridas, la necesidad de salir adelante. El mal no prevalecerá.
La hondura del final
La serie Adolescencia tuvo éxito hace meses. Se habló mucho de ella, pero me temo —ésa será mi tesis en la mesa redonda— que no se destacó mucho la hondura de su final. Recordemos algo del capítulo cuarto. Los Miller celebran el cumpleaños del padre. Jamie está en prisión. En el barrio se mofan de ellos. La furgoneta del señor Miller amanece con una pintada: «Pederasta». Tiene que borrar esa pintada injuriosa, cueste lo que cueste. Pide a su mujer y a su hija que le ayuden a remontar. «Chicas, hacedme el favor: ¡recuperaremos el día!», suplica.
Intentan, ciertamente, recuperar el día. Pero la insidia acecha. A la salid del supermercado al que han ido a comprar pintura para tapar la pintada de la furgoneta, unos chavales se ríen de él. «Se descojonan de mí», brama Eddie. Y su furia se desata. Abre el cubo de pintura y, fuera de sí, embadurna la furgoneta. Le ahorro al lector los detalles, que son de una intensidad muy expresiva. El caso es que, al llegar a casa, Eddie y su mujer tienen una conversación maravillosa sobre qué han hecho mal con su hijo («estaba en su habitación, creíamos que estaba a salvo») y la aceptación de que no han hecho todo lo que debían al educar a su hijo. La tensión se hace máxima. Las heridas supuran.
Comparece entonces Lisa, la hija. Se ha puesto guapa porque, pese a todo, es el cumpleaños de su padre, que, al verla, le pide perdón por todo el espectáculo que montó con la furgoneta y la pintura. Ella le dice que, pase lo que pase, no se van a mudar de casa, que «Jamie es nuestro». Y entonces todo gira y se recompone. Se quedan, literalmente, en casa. Van a alquilar una película y a hacer palomitas. Van a permanecer unidos, a insistir en la búsqueda de una felicidad casera y sencilla.
Y todo pese al dolor. Cuando, unos minutos después, el capítulo concluya, esa familia destrozada ya habrá recuperado el día. Cuando suene la canción final (Through the Eyes of a Child), las lágrimas de Eddie serán ya de purificación, no sólo de sufrimiento. La letra cobrará entonces todo su sentido: «El mundo está cubierto por nuestras huellas, / cicatrices que cubrimos con pintura».
Sin ser experto en nada, diré que la serie describe una herida profunda y que insinúa con belleza que toda cicatriz es la señal en nuestra carne de que existe el perdón y podemos renacer.