A lo largo del tiempo, las culturas se han ido diferenciando en función del contexto geográfico e histórico en el que se han ido desarrollando, permitiendo, de este modo, la aparición de una serie de tradiciones y mentalidades que definen a una civilización y la distinguen de las de su entorno. En Europa el proceso civilizatorio sólo es posible entenderlo si tenemos en cuenta el sustrato cultural grecorromano y la influencia del cristianismo, pero, en nuestros días, estos dos pilares parecen desmoronarse como consecuencia de la imposición del pensamiento postmoderno que pone énfasis en el subjetivismo y la deconstrucción moral.
El postmodernismo se caracteriza por no creer en la existencia de hechos objetivos, ya que éstos dependen del pensamiento del observador, por lo que, en este clima, la razón no puede acercarnos a ningún tipo de verdad segura. La consecuencia lógica es la difusión entre las nuevas generaciones de un escepticismo que ha ido creciendo a medida que consideramos inviable encontrar respuestas para las preguntas que siempre nos hemos planteado.
Relativismo y cristianismo
Por supuesto, el relativismo moral ha tenido un profundo impacto en la fe cristiana y está detrás de la que nos atrevemos a considerar como la crisis más importante de la Iglesia católica a lo largo de su historia. Es por este motivo por el que escribí mi último libro, Eso no estaba en mi libro de historia de la Iglesia católica, porque vimos más necesario que nunca, en un momento como el actual en el que todo se desvanece y en el que el hombre europeo ha dado la espalda a sus orígenes, recordar qué fue la Iglesia y qué papel tuvo a la hora de configurar las bases de nuestra cultura. En efecto, durante dos mil años el cristianismo y la Iglesia han ejercido una mayor influencia que cualquier otra religión o institución en la determinación del ser humano, por lo que, en este tiempo en el que percibimos que su predominio, aparentemente, está llegando a su fin, conviene mirar hacia atrás y hacer balance lejos de estereotipos y juicios apriorísticos.
En otras ocasiones traté de mostrar a mis lectores que la imagen peyorativa que hemos tenido en las últimas décadas en Occidente sobre la Edad Media no se ajusta a la realidad. Frente a esa concepción de los siglos medios como un mundo sumido en la miseria más absoluta, en el oscurantismo, en la violencia sin límite y la barbarie, nosotros rescatamos las grandes aportaciones que la Europa feudal nos legó y prevenimos sobre el peligro de la corrección política y el victimismo, desde el que se ha querido ofrecer una visión de nuestro pasado ajena a la realidad, al no plantearse desde el punto de vista del periodo histórico al que se referían los hechos y sí desde un absurdo presentismo. Lo mismo podemos decir sobre la Iglesia, a la que se le ha querido interpretar como la quintaesencia del mal, al centrarse los historiadores en los aspectos más controvertidos, como su papel legitimador de sistemas económicos y sociales injustos, en el papel de la Inquisición o en la degradación moral del clero y algunos papas a lo largo de la historia.
Efectivamente, debemos ser conscientes de los pecados cometidos por algunos miembros de la Iglesia, pero también es importante recordar las grandes contribuciones de personajes fundamentales para comprender nuestro presente como san Agustín de Hipona, san Benito de Nursia, Gregorio Magno, santa Teresa de Jesús o san Juan Pablo II. También debemos entender que la aceptación del cristianismo y su consolidación en tiempos de Constantino supuso la toma de medidas más humanizadoras en el derecho romano-cristiano, que las primeras universidades nacieron en el seno de la Iglesia y no estaría de más, emocionarnos con la labor de humildes curas y párrocos que llegaron a ejercer, tanto en el pasado como en el presente, una labor asistencial digna de mención.
El estudio de la historia de la Iglesia es fundamental para comprender la realidad de la civilización europea, para saber cuáles fueron nuestras formas de vida, nuestras creencias y las formas que nos definieron en el plano material y espiritual. Creemos que, frente a las viejas generaciones, hoy en nuestro mundo moderno, en el que se ha generalizado el estado de bienestar y la sociedad de consumo, el ser humano parece completamente perdido. A la inseguridad por ser incapaces de encontrar cualquier tipo de verdad sobre la que sustentar nuestra existencia, le sumamos la soledad de un ser humano desarraigado que trata de alcanzar la felicidad mediante el placer inmediato, la posesión de bienes materiales y el aplauso fácil, pero la frustración por ser incapaces de dar satisfacción a nuestros más bajos instintos está teniendo unas consecuencias desastrosas. Siendo como es la cultura postmoderna fragmentaria y provisoria, el hombre ha dejado de mirar hacia el futuro, pero también a un pasado al que miramos con desdén y por el que, incluso, tenemos que pedir perdón.
El aumento del pesimismo
¿Qué nos queda entonces? Un presente estéril donde el pesimismo aumenta, un vacío existencial, pero con un enorme desarrollo tecnológico que nos permite cambiar nuestras formas de vida, aunque no siempre para bien. Todo ello ha llevado a muchos hombres y mujeres, cansados del estresante mundo en el que nos ha tocado vivir, a mirar hacia atrás. Es por eso por lo que observamos un cierto redescubrimiento, un renovado interés por lo religioso y una cierta vuelta hacia el tradicionalismo como antídoto contra los sinsabores de un tipo de existencia que parece alejarnos, cada vez más, de nuestra propia naturaleza.
Después de todo, el postmodernismo no es más que una situación de cambio, una época que sigue al modernismo y que anticipa una nueva era que no conocemos. Por eso nos preguntamos cómo será la nueva cultura europea. Ante esta pregunta sólo parecen existir dos tipos de respuesta. O bien continuamos con la dinámica actual y con el desmantelamiento de todas nuestras tradiciones, o por el contrario nos fijamos en nuestras raíces para superar una crisis moral que parece llevar a la humanidad al borde del abismo. Un mejor conocimiento de la historia de la Iglesia nos permitiría comprender, en esta época de transición, los grandes errores cometidos, pero, también, la labor desarrollada para fundamentar la identidad europea. No sólo estamos hablando del mundo de la cultura, de nuestro arte y nuestra literatura, sino también de la mentalidad occidental, porque fue en Europa, en la antigua cristiandad, donde se desarrolló por primera vez la noción de derechos humanos y se definió el concepto de persona. Por eso, muchos pensadores católicos consideran que el cristianismo y la Iglesia son los únicos que pueden ofrecer una solución al hombre, porque pueden ayudarle a buscar una verdad absoluta sobre la que se asienten los valores más adecuados para una convivencia respetuosa.
Según la teóloga Jutta Burggraf, «se puede comprender la misión insustituible de la Iglesia: llevar su voz allí donde la verdad fundamental del hombre comienza a ser manipulada o negada, donde se violan los derechos inalienables de la persona». Acierta la intelectual alemana a la hora de defender la recuperación de nuestras raíces para afrontar con algo más de esperanza los retos de un mundo futuro, cambiante y repleto de amenazas.
Nos resistimos a terminar este artículo sin recordar las palabras de Benedicto XVI: «Este continente sólo será para todos un buen lugar para vivir, si se construye sobre un sólido fundamento cultural y moral de valores comunes tomados de nuestra historia y nuestras tradiciones. Europa no puede y no debe renegar de sus raíces cristianas (…). El cristianismo ha modelado profundamente este continente, como lo atestiguan (…) no sólo las numerosas iglesias y los importantes monasterios. La fe se manifiesta sobre todo en las innumerables personas a las que, a lo largo de la historia hasta hoy, ha impulsado a una vida de esperanza, amor y misericordia.»