En los últimos dos siglos, en España hemos vivido un estado de crispación política constante provocada, a nuestro modo de entender, por la presión de los nacionalismos periféricos que han puesto en peligro la supervivencia de la patria y, por otra parte, por el enfrentamiento entre esas dos Españas de las que ya nos advertía Benito Feijoo, un gran intelectual, cuyo recuerdo, en estos tiempos de crisis y degradación moral y política, debemos reivindicar. Este es otro de esos grandes personajes de los que hablé en Lo que hicimos por el mundo, publicado por la editorial Edaf.
Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro Puga es uno de los primeros representantes del movimiento ilustrado español. Nació el 8 de octubre de 1676 en Casdemiro, Orense, en el seno de una familia, perteneciente a un antiguo linaje de hidalgos, encabezada por Antonio Feijoo Montenegro y María de Puga Sandoval. Sus padres eran personas de cultura, interesadas por el arte y las letras, con una gran biblioteca y amantes de las tertulias literarias. El joven Feijoo realizó sus estudios primarios en Allariz y después ingresó en el Real Colegio de San Esteban de Rivas de Sil, situado a escasos kilómetros de su pueblo natal. En 1690 decidió renunciar a la herencia familiar —en su caso al mayorazgo, por ser el hijo mayor— y tomó el hábito de San Benito en el monasterio de San Esteban de Rivas de Sil, para, posteriormente, completar sus estudios en el monasterio de San Salvador de Lérez, en Pontevedra, en el de San Vicente, en Salamanca, y en el de San Pedro de Eslonza, en León.
Oviedo y protección de Fernando VI
En 1709 obtuvo una plaza de profesor de Teología en la Universidad de Oviedo, ciudad en la que fijó su lugar de residencia definitiva, permaneciendo vinculado a dicha institución hasta 1739, año en el que, por motivos de salud, se retiró de la vida pública para dedicarse al estudio y a la escritura. Allí, el religioso benedictino encontró la tranquilidad que tanto ansiaba. Una vida sosegada, cerca del mar y de la montaña, marcada por la inquietud intelectual. En su retiro ovetense, rodeado de sus libros, Feijoo logró convertirse en el gran divulgador del pensamiento ilustrado español y, por supuesto, en uno de los hombres más cultos de la época. En su Teatro crítico universal, escribía: «¿Qué cosa más dulce hay que estar tratando todos los días con los hombres más racionales y sabios que tuvieron los siglos todos, como se logra en el manejo de los libros? Si un hombre muy discreto y de algo singulares noticias nos da tanto placer con su conversación, ¿cuánto mayor la darán tantos como se encuentran en una biblioteca?». Así fue Feijoo, un hombre de estudio que hallaba la felicidad en el interior de su celda, con un libro entre sus manos, y en estrecha conversación con los grandes pensadores de tiempos pasados y presentes.
En su día a día, no rehuyó las controversias y los debates, aunque siempre con respeto y sin ensañamiento con sus adversarios, hecho que no le impidió tener numerosos detractores, tantos, que el mismo rey Fernando VI prohibió en 1750 que lo molestaran o atacaran públicamente. Feijoo no sólo se preocupó por la alta cultura, en Asturias, en un contexto de crisis cultural y económica, intentó también buscar soluciones a todos los males que aquejaban al reino. La ímproba labor literaria del religioso comenzó a partir de 1719, con la elaboración de algunos textos religiosos, como la Oración panegírica. Su papel decisivo en la conformación del ensayo como género literario se vislumbró con la publicación, a partir de 1726, de su monumental Teatro crítico universal, una obra que refleja el espíritu de la Ilustración.
Aunque no todos lo sepan, los que escribimos ensayos debemos rendir homenaje a Feijoo, porque con este libro mostró, de forma prematura, las características del género ensayístico: buscar la verdad basándose en la experiencia y la razón, junto a una intensa formación erudita y el conocimiento de la bibliografía. La obra está compuesta por ocho volúmenes que incluyen 118 discursos con una mirada crítica a todo tipo de materias —desde Astronomía a Geografía, Matemáticas, Medicina, Filosofía o Literatura—. Este trabajo tuvo continuidad con Cartas eruditas (1742-1760), formadas por 164 apartados divididos en cinco volúmenes. Frente al discurso, forma literaria empleada en el Teatro crítico, en esta ocasión hizo uso de la forma epistolar, pero, tanto una como la otra, con características similares y textos que integran contenidos de variada temática. Para su elaboración, Feijoo aplicó el conocimiento científico moderno e hizo uso de una profunda erudición humanística fruto de sus lecturas y el manejo de una ingente bibliografía; su deseo era interpretar a los sabios del pasado y aplicar sus doctrinas en favor de la sociedad y el bienestar del reino.
Espíritu integrador
El padre Feijoo fue un hombre tolerante, con un espíritu integrador, ajeno al dogmatismo y capaz de valorar todo lo que pudiese resultar válido, por lo que su pensamiento era bastante ecléctico. El pensador ilustrado fue también un personaje del que todos deberíamos aprender, y más en un contexto de crispación política como el actual, pues supo valorar los beneficios que podrían surgir de posturas enfrentadas, tal y como, mucho más tarde, harán pensadores regeneracionistas como Joaquín Costa. En el Teatro crítico afirma: «Es menester huir de dos extremos que igualmente estorban el hallazgo de la verdad. El uno es la tenaz adherencia a las máximas antiguas; el otro la indiscreta inclinación a las doctrinas nuevas. El verdadero filósofo no debe ser parcial, ni de este ni de aquel siglo. En las naciones extranjeras pecan muchos en el segundo extremo; en España casi todos en el primero».
Su carácter tolerante, su mentalidad abierta a distintas tendencias, alejada de cualquier tipo de extremismo ideológico, se reflejó en la visión que transmitió sobre su propia conciencia religiosa. Temió y criticó, de igual modo, la impiedad religiosa y la credulidad supersticiosa típica del vulgo. Al igual que hicieron más tarde otros pensadores ilustrados, nacionales y extranjeros, Feijoo censuró al pueblo inculto, su creencia en la milagrería, los anuncios del fin del mundo, las apariciones y otras supersticiones, pero no de forma irrespetuosa, sino guiado por la razón y un espíritu erasmista con la única intención de luchar por el bien común de sus compatriotas. También escribió varias cartas y discursos donde refleja su deseo de mejorar la instrucción del pueblo y las disciplinas universitarias, convirtiéndose en el gran precursor de la posterior reforma de la educación.
Por último, retomó las ideas del humanismo católico, en la línea de Luis Vives y el padre Juan de Mariana, movido principalmente por su afán de reforma social. Feijoo no disimuló su admiración hacia las glorias del pasado español, pero ello no le impidió, más bien todo lo contrario, criticar los errores cometidos y proponer cambios que corrigieran dichos defectos. Así, el monje benedictino defendió la participación de los jóvenes en la política y en el buen gobierno del reino, la reducción de la burocracia y la obligatoriedad de un salario justo para los trabajadores.
Defensa de la ilustración y lo popular
Durante sus últimos años de vida padeció una severa sordera y gran debilidad en sus piernas. Benito Jerónimo Feijoo falleció en su amado colegio de San Vicente de Oviedo el 29 de septiembre de 1764, a los ochenta siete años. Sus obras fueron varias veces reimprimidas en vida y, tras su muerte, se publicaron sus obras completas. Hasta 1787, se vendieron en España cerca de medio millón de ejemplares de este ilustre gallego que se erigió en el gran impulsor de la cultura española durante una buena parte del siglo XVIII. El camino trazado por Feijoo lo siguieron otros intelectuales ilustrados, entre ellos Pedro Rodríguez de Campomanes (1723-1802), ministro de Carlos III que analizó los problemas económicos que sufría el país y los obstáculos que se oponían al libre comercio. José Cadalso y Vázquez (1741-1782), precursor del ensayismo crítico, acusó a los gobiernos de los Austrias por ser responsables de la decadencia nacional. Se preocupó por recuperar la identidad nacional española, adaptándola a los valores de la Ilustración. Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), por su parte, trató cuestiones de carácter práctico y defendió la educación pública como base del progreso social.
Recordemos que Benito Jerónimo Feijoo advirtió sobre la necesidad de huir de los extremismos, uno que propugnaba la total adhesión a los nuevos planteamientos propuestos por los ilustrados, pero que dejaba de lado las peculiaridades del país, y otro que rechazaba cualquier intento de reforma por su inmovilismo y adherencia a las antiguas costumbres. No se equivocaba el pensador gallego que siempre defendió la conveniencia de buscar la verdad tratando de conservar lo mejor que cada una de dichas tendencias podía aportar en favor del bien común. Sería el origen de lo que después se denominó con el nombre de «las dos Españas», cuando algunos sectores sociales reaccionaron frente al dogmatismo ideológico de los filósofos ilustrados y el intento de colonización cultural extranjero, y defendieron lo popular y lo tradicional. Esta reacción, por la que numerosos españoles manifestaron su aprecio por lo castizo, favoreció el desarrollo de algunas costumbres populares como la zarzuela, la tonadilla, las corridas de toros y la aparición de tipos populares como los majos. En palabras del escritor Sebastián Quesada: «Mientras en Europa las nuevas modas y el cosmopolitismo de la Ilustración desterraban a las tradiciones e imponían una fría uniformidad, España comenzaba a ser el país exótico y singular que tanto atraería a los viajeros románticos».