En enero de 1951, el frío londinense no logró congelar la emoción que recorrió el Covent Garden cuando una joven soprano catalana, de figura menuda y sonrisa tímida, entonó las primeras notas de La bohème. El público de la ciudad, tan acostumbrado al exhibicionismo vocal, quedó en silencio. Esta vez era diferente. Había algo distinto en aquella voz: acaso pureza, una transparencia desconocida, un temblor humano que no se aprende en ninguna academia. Aquella noche nació una estrella, aunque ella jamás se sintió como tal. Su nombre: Victoria de los Ángeles.
Hija de un portero de la Universidad de Barcelona y de una madre costurera, Victoria se formó en el Conservatorio del Liceu, donde su talento pronto se volvió imposible de ocultar. Sin embargo, la suya fue una carrera sin atajos. Mientras sus compañeros soñaban con Milán o Viena, la joven Victoria ensayaba arias en un piso modesto, entre vecinos que golpeaban las paredes pidiéndole silencio. «Sólo soy una persona que canta, y así me gustaría que me recordaran», solía repetir ya consagrada.
Su voz, de timbre cálido y vibrato contenido, no pretendía deslumbrar, sino conmover. Vaya si lo consiguió. En los años 50 y 60, cuando el bel canto se convertía en espectáculo, Victoria de los Ángeles devolvía la ópera a su esencia interpretativa: la verdad, la pura verdad de la emoción. En su Carmen, por ejemplo, nunca hubo artificio, sino introspección; su Butterfly fue menos víctima que madre; su Desdémona, una mujer que comprendía su destino. Victoria quizás fue brillante porque no interpretaba papeles: los comprendía desde dentro.
Pero donde alcanzó su máxima expresión fue en el lied —ese formato íntimo, sin escenografía ni vestuario, donde la voz y el alma dialogan sin intermediarios—. Su manera de cantar a Schubert, Brahms o Fauré con acento español era un prodigio de universalidad. La cantante catalana sabía que no importa el idioma: la emoción siempre se entiende. Por eso ella fue una de las primeras artistas españolas en consagrarse en el repertorio alemán, algo casi impensable para una soprano mediterránea en la época.
Sin embargo, menos conocida es su labor en la recuperación del cancionero popular español. En los años 60, cuando los teatros internacionales consideraban el repertorio ibérico un folclore menor, Victoria grabó albúmenes dedicados a Granados, Falla y Turina, y hasta a las canciones sefardíes. Victoria de los Ángeles lo hizo sin intención de militancia, pero con una convicción que hoy suena pionera: la cultura española también merecía los grandes escenarios.
Su figura, sin embargo, siempre estuvo envuelta en una modestia desarmante. Prefería el ensayo a la entrevista, y el silencio a la fama. Nunca cultivó el mito, quizá porque comprendía que el arte verdadero no necesita propaganda. Cuando la prensa la comparaba con Callas o Tebaldi, ella sonreía con dulzura: su nombre junto al de las grandes sopranos siempre le ruborizó. Victoria quiso ser sólo Victoria. Quizás por eso ahora su memoria ha quedado de alguna forma desdibujada.
Entre sus curiosidades más entrañables está su relación con el guitarrista Narciso Yepes, con quien grabó versiones inolvidables de canciones populares. Dicen que en los ensayos Victoria se quitaba los zapatos para sentir mejor el ritmo de la guitarra. También se cuenta que, antes de cada recital, solía escribir una carta a su madre fallecida. Era una íntima forma de sentir su presencia y rehuir de todos sus miedos. Con el paso del tiempo, su carrera fue apagándose sin estrépito y rechazó contratos lucrativos cuando sintió que su voz ya no tenía la frescura de antes. La de siempre.
Victoria de los Ángeles dio su último recital en 1992, en un Liceu que se puso en pie durante diez minutos. Ella quedó eternamente agradecida ante tanto aplauso. Y después se retiró discretamente, sin grandes pretensiones. La soprano murió en enero de 2005, en su Barcelona natal. El día de su funeral, un grupo de estudiantes del Conservatorio interpretó un lied de Schubert. Pura música.
Hoy, al escuchar sus grabaciones, todavía sorprende la modernidad de su interpretación. En tiempos de exhibición y virtuosismo, su estilo sobrio y emotivo parece un recordatorio de lo esencial: que cantar no es impresionar, sino comunicar. Victoria de los Ángeles nos enseñó que la interpretación es un acto de verdad. Y que la emoción más profunda no siempre grita: a veces susurra. Nada más y nada menos. Quizá por eso nos siga conmoviendo. Porque en cada nota de su garganta se esconde una lección poderosa: la de quien entendió que la grandeza no está en la voz, sino en el corazón que la sostiene.