¡Arriba el campo!

La última protesta de ganaderos y agricultores en Bruselas fuerza un giro inesperado: el aplazamiento in extremis del acuerdo UE–Mercosur

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Bruselas amaneció este jueves envuelta en humo, sirenas y el estruendo de los tractores. El barrio europeo, corazón administrativo de la Unión, se transformó durante horas en un escenario de confrontación abierta entre agricultores y fuerzas de seguridad. Granadas de humo, cargas policiales y accesos bloqueados marcaron una jornada en la que el campo europeo decidió hacerse oír por la fuerza, cansado de advertencias ignoradas y promesas sistemáticamente aplazadas.

Lo que se respiraba no era una protesta sectorial más, sino el hartazgo acumulado frente a una clase burocrática que habla mucho y resuelve poco. La violencia —creciente, innegable, incómoda— no surge de la nada. Es el síntoma visible de una fractura política que Bruselas lleva años sin querer mirar de frente.

Estas protestas no se producen en el vacío. Coinciden, de forma nada casual, con el nuevo aplazamiento in extremis del acuerdo UE–Mercosur, un tratado que arrastra ya 25 años de negociaciones y que, una vez más, se queda sin firma. Italia, presionada por su sector agrario, forzó la postergación y dejó el acuerdo en un limbo político que vuelve a confirmar cómo el Mercosur nunca ha gozado de una aceptación real y transversal en las naciones europeas. Ha sido, desde el principio, un proyecto impulsado desde arriba —desde despachos, comités y cumbres— más que desde parlamentos nacionales o consensos sociales sólidos.

Bruselas insiste en hablar de «cadenas de suministro seguras», «resiliencia estratégica» y «autonomía». Pero cuando uno baja a la calle y escucha a quienes trabajan la tierra y crían el ganado, la conclusión es bien distinta: lo que menos parece preocupar de verdad es asegurar aquello sin lo cual no hay soberanía posible: la alimentació.

Mientras la Unión Europea acelera su retórica de rearme, planes industriales y escenarios de conflicto, parece olvidar una lección elemental de la historia: en cualquier crisis, y más aún en una guerra, la gente necesita comer. No hay defensa europea creíble si el campo se asfixia, si la producción local se sustituye por importaciones sometidas a estándares distintos, o si los agricultores son tratados como un estorbo ideológico en lugar de como un pilar estratégico. Mención aparte merece la tensión social: si no se quiere inestabilidad interna, conviene evitar que poner comida sobre la mesa se convierta en un lujo.

El acuerdo con Mercosur simboliza esta contradicción de forma casi perfecta. Se presenta como una gran victoria geopolítica y comercial, pero en amplias capas sociales se percibe como una amenaza directa al modelo agrario europeo. Y no solo por razones económicas, sino también culturales y sociales: el campo no es una cifra en una hoja de Excel; es territorio, comunidad y continuidad. Muchos países europeos, y en especial España, disfrutaban de una notable seguridad alimentaria, cubriendo sus necesidades básicas sin grandes sobresaltos. Alguien decidió que eso tenía que cambiar.

Los defensores del acuerdo argumentan que los retrasos dañan la credibilidad internacional de la Unión Europea. Puede ser. Pero la pregunta de fondo es otra: ¿qué credibilidad tiene una Unión que no logra alinear su política comercial con la supervivencia de sus propios productores? ¿Qué legitimidad conserva un proyecto europeo que solo avanza cuando esquiva, diluye o neutraliza las resistencias nacionales?
La escena vivida en Bruselas, granadas de humo frente a edificios que hablan constantemente de diálogo, sostenibilidad y participación, resume bien el momento político. El conflicto ya no es solo técnico ni comercial. Es político. Y es social. Cada aplazamiento de Mercosur no es una anomalía coyuntural, sino la confirmación de que el consenso nunca existió.

Bruselas puede seguir ganando tiempo, confiando en que el cansancio o la fragmentación acaben desactivando las protestas. Pero lo que se vio en la calle apunta en la dirección contraria: el campo ha entendido que, si no presiona, desaparece de la ecuación. Y cuando quienes producen alimentos sienten que no tienen nada que perder, la estabilidad política deja de ser un supuesto. Puede que, por fin, se haya encontrado la criptonita de Bruselas. Y no deja de ser revelador que haya sido el campo.

La gran ironía es que, en nombre del futuro, la Unión Europea esté descuidando lo más básico. Seguridad energética, defensa común, autonomía estratégica… todo eso se repite como un mantra. Pero sin seguridad alimentaria, todo lo demás es retórica vacía.

Las protestas en Bruselas no frenaron Mercosur por accidente. Lo hicieron porque recordaron, de la forma más cruda posible, que la Europa real no siempre coincide con la Europa diseñada desde arriba. Y porque pusieron sobre la mesa una verdad que Bruselas preferiría no aceptar: no se puede gobernar indefinidamente contra quienes sostienen el país con su trabajo.

El humo se disipará. Los tractores se irán. Pero el problema seguirá ahí. Y cada vez será más difícil seguir ignorándolo.

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