Aranjuez se rinde al triunvirato de Morante, Manzanares y Ortega

Los tres diestros abren la puerta grande tras firmar faenas de gran personalidad y clase, con toros de Núñez del Cuvillo

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La plaza de toros de Aranjuez, con su aroma a historia y jardines regios, vivió ayer una tarde para el recuerdo. El cartel, compuesto por tres espadas de estilos bien definidos, prometía emociones, pero pocos imaginaban la magnitud de lo que se presenciaría. Los tres diestros salieron a hombros tras una tarde de inspiración, entrega y clamor popular. Juan Ortega, en estado de gracia, rubricó su actuación con un hecho cada vez más infrecuente en la tauromaquia contemporánea: cortó un rabo.

El ambiente fue festivo desde primeras horas del día. El coso ribereño, lleno hasta la bandera, latía con ese pulso especial que sólo se siente cuando el arte amenaza con irrumpir. La ganadería elegida, Núñez del Cuvillo, presentó un encierro parejo, de gran nobleza y presencia, que permitió el lucimiento de los espadas sin regalar nada.

Abrió plaza Morante de la Puebla, quien supo templar con su capote a un toro de embestida descompuesta, al que fue puliendo con una faena de cante jondo. Toreó como quien recuerda una melodía antigua, con una media verónica que dejó al tendido sin aliento. Dos orejas tras una estocada en lo alto fueron el premio justo a su particular forma de entender el toreo como expresión estética.

Le siguió José María Manzanares, firme y seguro con un toro más encastado, que exigía colocación y mando. Brilló especialmente con la mano izquierda en una serie de naturales largos y hondos que arrancaron olés profundos. Mató de una estocada recibiendo, en la suerte que tan bien domina, y paseó también dos orejas.

Pero la apoteosis llegó con Juan Ortega, el sevillano de trazo barroco y naturalidad antigua. Su primero fue un toro de dulce son, con el que construyó una faena de tempos lentos y muletazos ligados, que fueron pura poesía. El clímax vino en el sexto, cuando el público ya creía haberlo visto todo. Ortega bordó el toreo en redondo, con muletazos cadenciosos, tan suaves como intensos. La plaza en pie pidió el rabo con fuerza, y el presidente lo concedió.

La salida a hombros de los tres toreros fue una estampa de otras épocas. Aranjuez vivió una tarde grande, de esas que alimentan la memoria y sostienen la vigencia del toreo como expresión cultural, donde lo ancestral y lo artístico se funden en un ritual único.

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