Apocalypto: épica pre-cristiana

Un repaso a las mejores películas del siglo XXI ahora que ha cumplido 25 años

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Los españoles no le hemos agradecido lo suficiente a Mel Gibson que hiciese Apocalypto. Hasta entonces, eran pocas y poco conocidas las películas que, tratando la historia del Imperio español, no cayesen en la Leyenda Negra (cuando son incontables los ejemplos de películas que abundan en sus mentiras y medias verdades). En Apocalypto, Gibson le pone imagen y sonido a la América sacrificial, rasgando de un cuchillazo de obsidiana el velo que tapaba las vergüenzas del mito del santo indígena, ese que vivía en Mesoamérica en una suerte de paraíso terrenal hasta que llegan los conquistadores. Del mismo golpe despejó a su vez el camino para que otros derribaran la segunda figura mítica: el demonio conquistador español, sucio porquerizo que desembarcó en el Nuevo mundo para pillar, violar y matar. Lástima que, al menos en el cine de ficción, nadie se haya atrevido aún a cogerle el relevo.

La película empieza con plano dentro de la selva. No hay música, no hay narración, no hay títulos; sólo selva. La cámara traza un lento travelín hacia su espesura entre cantos de pájaros y ruidos de insectos distantes y apagados: una selva expectante. Las piernas de un hombre cubierto únicamente con un taparrabos cruzan la pantalla… Pero la cámara continúa hacia el interior de la floresta. De repente, una sombra negra en plena huida irrumpe en la escena emitiendo un grito de pavor y auxilio. Es un tapir macho de buen tamaño. La caza ha comenzado.

Los cazadores son media docena de hombres que pertenecen a una misma tribu de la selva tropical. Están liderados por un mayor, Pedernal del Cielo, al que siguen su hijo Garra de Jaguar y otros cinco padres jóvenes del clan. Tras atrapar al preciado tapir, se encuentran con otra tribu, extraña al bosque, que pide permiso para cruzarlo. «Nuestro pueblo ha sido devastado. Buscamos un nuevo comienzo», explica su líder con los ojos hundidos en sus cuencas y la esclerótica inyectada en sangre. Garra de Jaguar hace el amago de seguirles para indagar en unas palabras que le han sonado a presagio, pero su padre le contiene: «¿Qué has visto en esos ojos? … Es miedo, miedo infecto que repta alma adentro e incluso ya perturba tu paz. No te crie para vivir con miedo. Sácalo de tu corazón». No podía saber entonces Garra de Jaguar, aunque lo intuyese, que la fatalidad llegaría también a su pueblo y que seguir el consejo de su padre sería, en esas circunstancias, la mas dura de las pruebas.

Apocalypto conecta por la vía rápida con nuestra amígdala desde el minuto uno. Es, de principio a fin, una sucesión de cazas, capturas e intentos de huidas con un rito de sacrificio humano en mitad. En ellas, Gibson explota hábilmente todos nuestros miedos primigenios imaginables: ser perseguidos por un puma; alcanzados por un dardo venenoso; picados por cientos de abejas silvestres; perseguidos por hombres con hachas, palos y cuchillos; morir ahogados; que nos corten la cabeza; y, de clímax, ver cómo nos sacan el corazón del pecho («Kali ma, shakthi deh!»). Pareciese que las palabras del Pedernal del Cielo a su hijo fuesen dirigidas también al espectador: «no tengas miedo».

En Apocalypto no hay una sola escena que sea menos que apasionante. Si nos basamos en el criterio de Howard Hawks, que decía que una buena película necesitaba al menos tres grandes escenas y ninguna mala, ésta de Gibson es una obra maestra. El mérito está en buena medida en contar una historia sobre un tema y en unos términos con los que nadie más se hubiera atrevido, ofreciendo al espectador una épica original (en el sentido de ser nunca vista, la primera de su especie) en una industria que ya a principios de este siglo empezaba peligrosamente a repetirse.

Así, la película es, primero, un prodigio de ambientación. Rodada en una selva de verdad con animales de verdad y con actores no profesionales; adornada con un diseño de vestuario y artístico perfectamente equilibrados entre el rigor histórico y el servicio a la historia; coronada con una grandiosa ciudad maya en su decadente esplendor, babilónico decorado del calibre de las épicas mudas de Griffith o DeMille; y —la más valiente decisión— hablada en la lengua nativa de los personajes, el yucateco. Todos estos elementos se condensan en una atmósfera verdaderamente de otro mundo, un mundo al que, no sólo no cuesta entrar, sino que asalta al espectador como un felino detrás de una mata

Sobre rodar en yucateco, una lengua muerta, Gibson tenía el precedente de La Pasión de Cristo y sabía que, si se hacía bien, una lengua desconocida para el público no juega en contra de la suspensión de la incredulidad (Coleridge) sino a favor: es como si los personajes estuviesen continuamente invocando conjuros que crean el mundo que les rodea.

Segundo, es una gran película de acción. «Siempre he querido dirigir una película de persecuciones, pero persecuciones a pie, porque tienen algo de terrorífico y primordial», contaba hace poco Gibson en el programa de Joe Rogan. «Y para que haya persecuciones a pie no puedes ambientarla película en sociedades con coches». Gibson y su coguionista Fargad Safina reducen la persecución a lo más elemental: un hombre semidesnudo que corre por su vida y donde quienes le persiguen no son seres sobrenaturales o la autoridad, sino o fieras salvajes u otros hombres desnudos. Una persecución despojada de metáforas y subterfugios psicológicos.

Tercero, es una visceral —por emocionalmente intensa y por no faltarle tripas— épica de una civilización perdida. Presenta a un hombre despojado de toda modernidad, para lo bueno y lo malo. Un hombre fuerte, habilidoso con las manos, conocedor de su entorno, leal a su tribu, agradecido a la naturaleza por sus dones y con un profundo arraigo a la tierra que le vio nacer (así lo explica Pedernal del Cielo: «cazo en este bosque desde que era niño, mi padre cazó conmigo y cazó antes que yo, y mi hijo cazará con sus hijos cuando yo me haya ido»); pero también a un hombre cruel y despiadado, hecho a la violencia, inmisericorde con el otro y supersticioso. Un hombre muy diferente y muy parecido al actual, con una élite simoniaca, baratera e hipócrita, y seres corrientes capaces del más elevado heroísmo.

Y cuarto, es una emocionante historia clásica de un buen hombre empujado a ser un héroe si quiere sobrevivir él y salvar a su familia. Nuestro protagonista empieza como cazador, luego es cazado como ritual y propuesto como víctima propiciatoria, perseguido de nuevo pero esta vez por venganza, y, finalmente, obligado a renacer como un cazador nuevo, mutar en un mito de la selva haciendo honor a su nombre: Garra de jaguar.

Todo esto lo pudo contar Mel Gibson a su gusto gracias la libertad y el dinero que le dio el milagroso éxito de La Pasión de Cristo, que con un presupuesto de unos 30 millones de dólares recaudó más de 600. Amén de la pasión (me perdonen) con la que Gibson impregna todos sus proyectos como director, no parece que aquélla y Apocalypto tengan mucho que ver. Sin embargo, la precedente es una película sobre Dios hecho hombre para redimir a éste de sus pecados, y la que nos ocupa muestra los pecados que vino a redimir. El rito sacrificial que transformó Cristo se presenta aquí en toda su crudeza, poniendo al espectador cara a cara con una realidad de la condición humana que rara vez vemos en el cine: el otro como la expiación de la culpa propia.

En la espectacular ceremonia de sacrificio en la cúspide de la pirámide maya —que podía haber sido mexica—, el sacerdote que oficia la ceremonia se dispone a sacar un nuevo corazón de otro pecho inocente y, mientras la víctima, temblando de pánico, es colocada en boca arriba en la piedra del altar, pronuncia estas palabras dirigidas a su dios, a un pueblo enfervorecido y a una nobleza complacida: «Guerrero valiente y dispuesto, con tu sangre renuevas el mundo».

«Nunca más», dirían poco después los misioneros españoles al llegar al Nuevo mundo. «Pues el Hijo del hombre, sin mancha, se ofreció a sí mismo en sacrificio de una vez y por siempre, venciendo a la muerte para que participemos de su vida inmortal», dirían los españoles a esas gentes, sacrificadas en nombre de un falso dios, cambiando así la historia de América para siempre.

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