Algunos hombres buenos

A O'Mullony, que merece una despedida como la de Modric

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Un día aciago de hace un par de años, veo con estupor —así comenzaba Castiella algunos telegramas a sus embajadores— cómo una cuenta de Twitter creada ad hoc me «acusa» de estar escribiendo en La Gaceta por ser amiga de su director, Antonio O’Mullony.

Nunca me defendí de aquel infundio por puro bostezo. Sin embargo, ahora debo contar que las cosas pudieron suceder de otro modo, pero ocurrieron así. Recién botada de un medio de comunicación —cosas del libérrimo e igual nuevo consejo editorial—, me acogí a sagrado en LA IBERIA gracias a su fundador, un O’Mullony que por aquel entonces trabajaba en banca en Washington. Lo recuerdo como un período prolífico, quizá y paradójicamente, por haber dejado atrás el, horresco referens, plazo de entrega y el puto folio en blanco del columnista.

Llevaba ya un par de meses publicando como jala un bebé de pecho, a demanda de mi gusanillo, cuando contactó conmigo José Antonio Fúster, a la sazón director de La Gaceta —y a quien guardo admiración y agradecimiento—, para ofrecerme una columna de opinión. Debía empezar a la vuelta del verano, momento en que, embrollos de la vida, O’Mullony asume la dirección del medio y a mí me llega otra oferta de colaboración de un gran periódico que requería exclusividad.

Expuse mi situación a Antonio del que, sí, soy amiga desde hace años, y negociamos como enemigos. De mi parte estaban la teoría del deseo mimético de René Girard y la oportunidad de ser plumilla en un medio con mayor exposición y al que aprecio. De la suya, una confianza férrea en el proyecto que iba a liderar y en sus posibilidades. Y así fue como acabé tomando una decisión contraintuitiva, contraeconómica y contra el criterio de todos aquellos a los que pedí consejo.

Contaba Jaime Campmany que no hallaba nada de lo que avergonzarse en todo lo escrito durante su vida. «Jamás he escrito una letra bajo soborno, por miedo o por adulación. Mis palabras serán yerros o miserias, pero todas son mías, muy mías y nadie me las dictó nunca». Con imperecedera gratitud a Antonio O’Mullony, podré yo hacer mías, muy mías, las palabras del periodista murciano. Y no sólo porque siempre que le he consultado, como director, cualquier cosa relativa a la columna que escribo cada martes, me ha expresado su preocupación por que no ejerciera la autocensura. Será, sobre todo, por su ejemplo, que es como mejor se aprenden las cosas. Puede hacerlas, especialmente, muy suyas.

No creo que O’Mullony abandonara las finanzas en el DC para hacer de La Gaceta de la Iberosfera el New York Times, como en los años 60 pretendiera Rodrigo Royo con el diario Arriba, pero lo cierto es que consiguió algo mejor.

Antes de su llegada, La Gaceta contaba con un elegantísimo color corporativo, un manojo de buenos articulistas y con la ausencia de anuncios chabacanos de display y publicidad programática. El nuevo director nos brindó una fuente a la altura, una sección de 0pinión con mucho rollo y su inteligencia analítica, finísima, clarividente. Alguien, con mucho ojo, reclutó a un tío del mundo ejecutivo —del globalismo, por qué no decirlo— para profesionalizar un proyecto romántico custodiado por Ramiro de Maeztu, entonces y ahora. Y vaya si lo hizo.

Es Antonio O’Mullony un periodista que ha estado al servicio de la verdad y jamás de su ego. Ha trabajado con magulladuras en el corazón, y de esa manera tan discreta, tan suya de hacer las cosas. No sé si estamos acostumbrados a directores de diarios que casi desaparecen para que brille lo importante.

Sin duda, ha puesto empeño en llegar al segmento de población que las cabeceras tradicionales habían dejado huérfano. Por hartazgo o simplemente porque exigían respuestas elaboradas y noticias sin aditivos ni edulcorantes ideológicos.

Y así, cuando una creía que estaba escribiendo para una audiencia de nicho, se da cuenta de que el medio había comenzado a trascender la familia, los contactos, y las redes sociales. «La Registradora del 3 te lee», me dijo un día Inma. Había escuchado una conversación furtiva en su trabajo. Las anécdotas de ese estilo se iban sucediendo hasta que hace poco llegaron los gráficos y los números. Antonio O’Mullony ha llevado a La Gaceta a mirar a los ojos a medios digitales henchidos de subvenciones que fácilmente decuplicaban su presupuesto y su equipo.

Al O’Mullony jefe tengo que agradecerle la disponibilidad día y noche, festivo o fin de semana, cuando he necesitado su criterio. También su confianza en mi trabajo y los encargos especiales que me sacaban de mi zona de confort, de una cena con amigos o de remolonear en la cama. Las palabras de aliento, escasas —hombre parco e introspectivo— pero en el momento adecuado. Nunca le conté que el día que me envió un WhatsApp diciéndome que disfrutaba editándome como con nadie, yo estaba a punto de tirar la toalla. Y su ejemplo. En el periodismo, precisamente ahora, urgen personas valientes, honradas y capaces al mando. Con la razón y el espíritu orientados al Bien, contadle entre ese puñado de hombres buenos que necesitamos para cambiar nuestra historia.

Me avergüenza confesar que en el momento en que me llamó para decirme que había sido fichado como director de La Gaceta le di por perdido. Pensé que se haría chulito e inaccesible. Tres años después, le he visto hacer milagros en lo profesional, levantarse de las caídas en lo personal, crecer con sus errores, pedir perdón por ellos con humildad y arrepentimiento, ayudar y hacer favores sin que los beneficiados se hayan enterado jamás. No le he visto, sin embargo, hablar nunca mal de nadie. Hay un respeto que no se gana por imposición o con bravuconadas. Está reservado a los del talento y el honor.

Hay misterio en el hombre que obra con rectitud y, como consecuencia, no necesita justificarse ni defenderse. Hay, para muchos, un tipo indescifrable como un libro de una disciplina antigua. Si tienes mi suerte y franqueas su coraza, hay un privilegio en poder llamarle amigo.

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