El fin de semana me fui de convivencia con adolescentes varones para preparar su Confirmación. La primera noche es el momento más exigente. El segundo día es más sencillo, porque el cansancio pesa. Pero la primera noche están frescos.
En cada habitación duermen en torno a una docena de chavales. Voy paseando habitación por habitación. El primer reto es que todos se pongan el pijama y se metan en la cama. Luego apagas la luz y da igual, porque cada uno tiene la cara iluminada por la pantalla de su móvil. Redes sociales o jueguecitos.
Después de bregar en dos habitaciones, entro en la tercera. No hay móviles, pero sí luz. Brilla una pequeña lámpara y todos los integrantes se apiñan en tres literas juntas. Me acerco al cónclave con el propósito de disolverlo. Sin embargo, no me sale terminar con la reunión. No hay móviles, están tranquilos, no gritan… Puede que también se despierte en mí un recuerdo nostálgico de charlas clandestinas al anochecer. El ambiente nocturno invita a compartir confidencias, reflexionar sobre temas inmortales y comentar las posibilidades infinitas que ofrece la juventud.
Mi llegada desvía un poco la atención. Me hacen varias preguntas. Procuro torear temas sensibles. No vamos a hablar de gente del colegio (sobre todo, no vamos a hablar de chicas del colegio). Pero enseguida la conversación despega en temática y profundidad.
Uno cuenta que hay una muchacha que le está amargando la existencia. No quiere ser su novia, pero le escribe de vez en cuando para que él no la olvide. «Ni come ni deja comer». Otro le aconseja que se tiene que olvidar de ella. Añade que no vale con que se aleje para que ella le eche de menos y así vuelva. Eso sería tóxico. Tiene que cortar de verdad. Me parece un consejo prudente.
Otro comparte que, cada vez que una chica muestra interés por él, la cosa deja de tener emoción. «En cuanto me escribe una chica para darme los buenos días yo salgo corriendo en dirección contraria». A este nadie le regala buenos consejos.
Un tercero despotrica sobre sus coetáneos adolescentes. «Todos viendo vídeos estúpidos de TikTok, con el cuerpo lleno de sustancias y la cabeza llena de pornografía. Aunque el portero de mi casa me dijo que siempre ha sido parecido». Todo está bien en su reflexión. Para empezar, que un chaval que se dé cuenta de que sus amigos están sometidos a la tiranía de la industria de las pantallas o a drogas más o menos suaves y adicciones varias. También es esperanzador que queden jóvenes que hablan con «gente mayor» (para ellos, cualquier persona con más de cuarenta años). Quedan chicos que aprecian la sabiduría que otorga la experiencia. Y, por último, parece sano que los jóvenes sean conscientes de que elegir el bien nunca fue la opción social más cómoda.
Me quedo otros cinco minutos. Pero me voy enseguida. Las tertulias nocturnas tienen más gracia si no hay adultos escuchando. Y todavía tengo que pelearme con las otras habitaciones.