Hace tan sólo 66 años, tal día como hoy, se inauguró el Valle de los Caídos. Aquel día España amaneció algo nublada y en Cuelgamuros se celebró por primera vez la Santa Misa por la paz y la reconciliación entre españoles. De todas las propuestas de Francisco Franco, la de crear un enclave de convivencia es la que peor ha llevado la izquierda históricamente. Mira que el dictador bien podría haber montado un memorial de la victoria, acaso un monumento al bando nacional. Se lo podría haber encargado a un selecto grupo de nostálgicos, quizás veteranos de alguna guerra africana, y tampoco habría pasado nada. Pero Franco prefirió encomendar este lugar de silencio y oración a, precisamente, la oración silente de los monjes benedictinos. Y eso chirria poderosamente en la izquierda.
No pueden soportar que el Valle de los Caídos sea, en primer lugar, un monumento de un incalculable valor histórico. Las gruesas piedras del enclave conservan décadas de historia, de nuestra historia, como remedio a la desmemoria que se nos propone desde el BOE. Pero hay más: no son solo piedras calizas. El Valle es protagonista de una excepcionalidad artística y arquitectónica. Franco sabía lo que hacía y por eso remató la cúpula de la Basílica con un mosaico encargado al catalán Santiago Padrós; cuatro años estuvo colocando las más de cinco millones de teselas doradas de esta inconmensurable obra de arte. Y por eso también colocó en el centro del atrio un Cristo del nacionalista vasco Julio Beovide, amigo del pintor Ignacio Zuloaga —que se sumó a la fiesta policromando el crucificado—.
Pero hay más: el Valle de los Caídos, gracias a su abadía benedictina, es custodio de una paz deseada para todos los caídos, con independencia de su bando. O, mejor aún, a sabiendas de su bando. La misión pacificadora del Valle, retirado en las cimas más altas de El Escorial, pasa por la oración por el eterno descanso de todos ellos, así como por la convivencia de todos los que aún transitamos esta España de cainismos. Peor que su imponente cruz, la más grande del orbe, al Gobierno le parece esta dimensión espiritual; más sangrante que su sobriedad arquitectónica son las plegarias cantadas con melodías polifónicas. La izquierda detesta la Belleza porque es síntoma de la Verdad.
Dicho esto, los católicos debemos rechazar cualquier forma de resignificación. Deberíamos ser nosotros y sólo nosotros los mayores interesados en impedir el manoseo de las administraciones sobre una Basílica, aunque a esta fiesta se hayan sumado una caterva de nostálgicos sin empleo ni fe. Haciendo memoria, debemos tener en cuenta que la última vez que la izquierda quiso resignificar un monumento terminó cargándose a balazos el Sagrado Corazón del Cerro de los Ángeles, para luego rematar su atentado con dinamita y el asesinato de cinco jóvenes de la Acción Católica. Resignificación, estamos en disposición de saberlo, significa profanación, cuando no directamente destrucción.
En nuestra ira, ay, debemos sin embargo fijar bien el tiro. Dentro del rechazo frontal a todo lo que está ocurriendo —comunicados, filtraciones, cartas con papel pautado, mítines políticos y convocatorias masivas—, es fundamental que tengamos en cuenta quiénes son los responsables de esta situación. Veo dos: el Gobierno de Pedro Sánchez, por acción, y el Gobierno de Díaz-Ayuso, por omisión. Son las dos caras de una misma moneda, la del rédito electoral y la indiferencia —indigencia— moral, que cada día lanzan al aire para desviar la atención de otros temas verdaderamente preocupantes para el Gobierno.
Y en medio del vaivén, muchos nostálgicos sin empleo ni fe se han rebelado contra la jerarquía de la Iglesia en España. A mí me causa una profunda tristeza que el tejemaneje del Valle se haya urdido con un Papa convaleciente y un Nuncio en retirada, pero no son nuestros obispos los causantes de nada. El poder político siempre ha tratado de censurar la legitimidad moral de la Iglesia. Ya saben: a la jerarquía besarle los pies pero atarle las manos. Aún así, un ejército de nostálgicos dedican sus mejores esfuerzos en colgar la bandera del águila de San Juan frente a la Conferencia Episcopal, como si el problema fuesen unos curas que hablan de Jesús y no un Gobierno que en nuestros símbolos religiosos sólo ve instrumentos políticos. Pero claro, los jerarcas de este ejército ni creen en Jesús ni mucho menos en su cruz.
A mí no me parece mal que periodistas y filósofos, o meros intentos de ambas cosas, denuncien las tropelías o complicidades de ciertos obispos con los deseos anticristianos del Gobierno. Decir la verdad no es sólo una virtud sino también una obligación. Ahora bien, su lengua viperina contra los pastores de la Iglesia a la que dicen pertenecer ha hecho que las críticas sean hoy insultos y vandalismo. Los exaltados del Valle llevan dos días esperando a los obispos en la puerta de sus coches, como han hecho toda la vida los que odian a la Iglesia. Y, aún más patético, han pintando las paredes de la Conferencia Episcopal con toda clase de insultos. Aunque los nostálgicos sin empleo pongan el grito en el cielo, está tan desubicado el obispo dócil al régimen político como el fiel católico insumiso a la jerarquía de la Iglesia. El uno nunca debería obedecer, el otro nunca debería desobedecer. Qué temeroso creer que es más grave lo primero que lo segundo.
En los vídeos que circulan por redes sociales he reconocido amigos, sobre todo cabizbajos al otro lado del griterío. Cuántos obispos buenos tienen que soportar el sonido gorilesco de quienes creen únicamente en la política. Los exaltados del Valle olvidan que España tiene un episcopado muy sano, sí, que defiende los intereses de la Iglesia como puede. Cuando, la semana pasada, muchos nostálgicos sin empleo gritaban por las calles, don José Cobo pasaba una jornada con la comunidad benedictina del Valle. Es el pastor que conoce a sus ovejas, también a las que balan escandalosamente.
Que la comunidad benedictina quiere la paz, también con su jerarquía, no lo dice sólo el Arzobispado en sus comunicados noctámbulos, sino que también lo dicen los propios benedictinos. Basta hablar con ellos para saber que este ajetreo político les impide rezar en silencio. Pero hay en esta cuestión algunos que son más canteristas que Cantera y más benedictorros que los propios benedictinos, y andan escandalizados de que ellos tan sólo quieran rezar en paz por la paz, desarrollar una espiritualidad contemplativa y preservar con dignidad la memoria de los caídos en ambos bandos. Esto parece poco para estos nostálgicos sin empleo ni fe.
Lo apunta con acierto el padre Jesús Silva: debemos luchar por defender el Valle, pero también prepararnos interiormente para el día que lo destruyan. Las piedras caerán pero ay si olvidamos que somos, por dentro, templo. Nos lo recuerda poéticamente Julio Martínez-Mesanza:
«Quien no comprende la razón del rito,
quien no comprende majestad y gesto
nunca conocerá la humana altura,
su vano dios será la contingencia.
Quien las formas degrada y luego entrega
simulacros neutrales a las gentes,
para ganarse fama de hombre libre,
no tiene dios ni patria ni costumbre».