Ha pasado algo más de un año desde que escribí algo muy importante. Por entonces, recordé uno de los mayores regalos que he recibido: mi matrimonio, un santo camino que se explora cada día. Recordé por entonces que era un tesoro y una alegría que se da tanto en las buenas como en las malas. Recordé que la paciencia y el perdón son sus mejores armas. Y que, aunque todo esto es algo único, recordé la gran rabia que me da que lo traten como si fuera algo extraño.
Que sí, que se habla de amor a la patria, de amor por la profesión o el trabajo, de amor entre padres e hijos, entre hermanos y familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios, pero tal y como dijo Benedicto XVI en Deus caritas est, «entre todas las multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer». Ahí es donde intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma. Ahí es donde, Dios mediante, uno se expone ante una promesa de felicidad irresistible. En definitiva, y hablando en plata y retando a Descartes, la cuestión es esa: casarse o no casarse. Y en ello, casarse como Dios manda.
Gracias al don del matrimonio, hoy puedo escribirle a mi hija. Ella aún ni siquiera ha nacido, pero lo hará en apenas dos meses. Covadonga aún no sabe nada (o sí), pero su madre ya tiene todo preparado. Desde el vestido más largo —que seguro que tiene un nombre propio y del que yo no me entero por mucho que me lo repita—, hasta el detalle más insignificante (¡que a saber cuál es!). Y todo –insisto—, absolutamente todo, está ya pensado y preparado por su madre desde hace meses. De verdad, aunque mi primera hija aún no ha nacido, ya veo la virtud que me otorga el ser padre: reconocer que la madre lo ha pensado todo antes.
Así, reconozco aquí que estoy deseando que esté con nosotros, que vaya al parque, que dibuje, que corra y que venga ilusionada del colegio. Deseo que maquine sus propios cuentos, que crezca y que siendo toda una mujer, se enamore por los cuatro costados. Deseo con toda mi alma que me discuta y que me argumente hasta asombrarme. Total, llegará un punto en que mis palabras del pasado le guíen más que las de ese presente futurible. Y en serio, qué alegría ver que viene. Y esto otro también, —a ver cuándo lo dice algún diputado—: «¡Qué alegría ser padre!»
Hoy, muerto de ganas, le quisiera dar las primeras gracias a mi hija por escrito. Quizás para que siempre quede constancia. Quizás porque ya le quiero con locura… pero, en cualquiera de los casos, porque el honor que te brinda un hijo de poder escribirle es un pequeño privilegio que muchos padres ignoran. Así que adelante, lean y escriban a sus hijos. Háganlo aunque ellos no lo entiendan. Háganlo aunque ellos hoy no los lean. Piensen que primero será por vergüenza, y cuando ya sean mayores e inteligentes, será por un gran sentido del ridículo (¡y con mucha razón!). En cualquiera de los casos, por favor, nunca abandonen el regalo de dar las gracias por escrito. Y mucho menos, si escriben a sus hijos.