Uno de los aspectos menos destacados —y con frecuencia incomprendidos— del pontificado de Benedicto XVI fue su firme compromiso con el diálogo ecuménico. Durante sus ocho años al frente de la Iglesia Joseph Ratzinger sostuvo una concepción profundamente abierta de la unidad de los cristianos, y una visión teológica en la que la verdad y la caridad se entrelazan para abrir caminos de comunión entre las diversas iglesias. El ecumenismo de Benedicto XVI no fue el de la estrategia diplomática, sino el de la búsqueda común de la verdad.
Desde el inicio de su pontificado en 2005, Benedicto XVI dejó claro que la unidad de los cristianos era una de sus prioridades. En su primera homilía como Pontífice, afirmó con claridad: «Quisiera ahora destacar todavía una cosa: tanto en la imagen del pastor como en la del pescador, emerge de manera muy explícita la llamada a la unidad. “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor” (Jn 10, 16), dice Jesús al final del discurso del buen pastor. Y el relato de los 153 peces grandes termina con la gozosa constatación: “Y aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). ¡Ay de mí, Señor amado! ahora la red se ha roto, quisiéramos decir doloridos. Pero no, ¡no debemos estar tristes! Alegrémonos por tu promesa que no defrauda y hagamos todo lo posible para recorrer el camino hacia la unidad que tú has prometido. Hagamos memoria de ella en la oración al Señor, como mendigos; sí, Señor, acuérdate de lo que prometiste. ¡Haz que seamos un solo pastor y una sola grey! ¡No permitas que se rompa tu red y ayúdanos a ser servidores de la unidad!».
Esta petición de unidad, casi desesperada, se tradujo en un diálogo constante con la Iglesia Ortodoxa, con las comunidades reformadas, con el anglicanismo y también con movimientos pentecostales y evangélicos. En sus múltiples encuentros con líderes ortodoxos, como el Patriarca Bartolomé I de Constantinopla o el Patriarca Alejo II de Moscú, Benedicto XVI insistió en la necesidad de redescubrir las raíces comunes y superar los siglos de separación no desde la confrontación estéril, sino desde la escucha y el respeto mutuo.
Precisamente durante su visita al Patriarcado Ecuménico de Constantinopla en 2006, Benedicto XVI afirmó: «Con este mismo espíritu, mi presencia hoy aquí pretende renovar nuestro compromiso común de continuar por el camino que lleva al restablecimiento, con la gracia de Dios, de la comunión plena entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla. Puedo aseguraros que la Iglesia católica está dispuesta a hacer todo lo posible para superar los obstáculos y para buscar, junto con nuestros hermanos y hermanas ortodoxos, medios de colaboración pastoral cada vez más eficaces con ese fin».
Su teología ecuménica siempre estuvo, claro, lejos de una visión relativista, pero también distante de una actitud excluyente. Como explicó en un encuentro ecuménico en Alemania, al comienzo de su pontificado: «Creo que no se debe dar por descontado que nos consideramos realmente hermanos, que nos amamos, que nos sentimos todos testigos de Jesucristo. Esta fraternidad, a mi entender, es en sí misma un fruto muy importante del diálogo, del que debemos alegrarnos y que debemos seguir promoviendo y practicando».
En aquella misma ocasión unas palabras de Benedicto XVI no pasaron desapercibidas: «Existen tantas declaraciones comunes de la Conferencia episcopal alemana y de la Iglesia evangélica en Alemania, que no podemos por menos de sentirnos agradecidos. Pero, por desgracia, no siempre sucede esto. A causa de las contradicciones en este campo, el testimonio evangélico y la orientación ética que debemos a los fieles y a la sociedad pierden fuerza, asumiendo muchas veces características vagas, y descuidando así nuestro deber de dar a nuestro tiempo el testimonio necesario. Nuestras divisiones contrastan con la voluntad de Jesús y nos desautorizan ante los hombres. Creo que deberíamos esforzarnos con renovada energía y gran empeño por dar un testimonio común en el ámbito de estos grandes desafíos éticos de nuestro tiempo».
Su revolución ecuménica, sin embargo, no quedó sólo en discursos. Uno de los gestos más notables de Benedicto XVI fue su impulso del diálogo con los anglicanos descontentos, publicando en 2009 la constitución apostólica Anglicanorum Coetibus. Lejos de interpretarse como un vetusto acto de proselitismo, el documento ofrecía un marco canónico para que grupos anglicanos pudieran entrar en comunión plena con Roma, conservando elementos propios de su tradición litúrgica y espiritual. Ratzinger ofreció así una creativa respuesta al deseo de unidad de muchos anglicanos.
Pero tampoco el ecumenismo de Benedicto XVI se redujo al diálogo entre las confesiones cristianas. Aunque la relación con el islam ya ha sido abordada, cabe destacar que su empeño por el diálogo se extendió a todas las religiones, especialmente al judaísmo. Fue el primer Papa en visitar la sinagoga de Colonia durante una Jornada Mundial de la Juventud, en 2005, y posteriormente acudió también a las sinagogas de Nueva York y Roma. No en vano en su visita a Auschwitz recuperó el mensaje iniciado por Juan Pablo II: «El Papa Juan Pablo II estaba aquí como hijo del pueblo polaco. Yo estoy hoy aquí como hijo del pueblo alemán, y precisamente por esto debo y puedo decir como él: No podía por menos de venir aquí. Debía venir. Era y es un deber ante la verdad y ante el derecho de todos los que han sufrido, un deber ante Dios, estar aquí como sucesor de Juan Pablo II y como hijo del pueblo alemán».
Su presencia fue consoladora para muchas religiones. El estilo de Benedicto XVI en el diálogo con otras confesiones y credos estuvo siempre marcado por la serenidad, el respeto y la inteligencia. Lejos de romper estructuras precipitadamente, se esforzó por renovarlas desde dentro, recuperando lo esencial y depurando lo accesorio. Su progresismo, en este sentido, no se expresó en términos de una modernidad superficial, sino más bien en una apertura auténtica a la verdad, incluso cuando ésta se revela a través de otras realidades. Ratzinger recordó con sinceridad la vigencia del empeño común por encontrar la verdad en todas las religiones.
Unas palabras suyas iluminan con fuerza esta idea: «Debemos considerar que ya en el momento de Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre personas de distinta lengua y cultura: lo cual significa que la Iglesia abraza desde sus comienzos a gente de diversa proveniencia y, sin embargo, precisamente a partir de esas diferencias, el Espíritu crea un único cuerpo. Pentecostés como inicio de la Iglesia marca la ampliación de la Alianza de Dios a todas las criaturas, a todos los pueblos y a todos los tiempos, para que toda la creación camine hacia su verdadero objetivo: ser lugar de unidad y de amor».
En definitiva, el compromiso ecuménico de Benedicto XVI no fue una concesión, sino una expresión de su comprensión profunda de la fe como búsqueda conjunta de la verdad en el amor. El de Ratzinger fue un ecumenismo fiel al Evangelio, intelectualmente riguroso y espiritualmente valiente, que todavía contradice con su vigencia muchos de los tópicos que lo presentan como un pontífice inmovilista. Su verdadera revolución fue teológica: renovar sin romper, dialogar sin confundir, unir sin uniformar.


