El sistema público de pensiones, presentado durante décadas como un mecanismo de cohesión social, exhibe una fatiga que ni los medios más sistémicos logran ocultar. El desequilibrio entre lo que aportan los trabajadores y lo que reciben los jubilados ha hecho de España el único país avanzado de Europa donde la renta mediana de los pensionistas supera a la de la población activa. Un síntoma que no es coyuntural, sino la prueba de un modelo que ha priorizado las prestaciones presentes a costa de las generaciones futuras.
Desde 2003, la relación entre ingresos de jubilados y trabajadores no ha dejado de estrecharse hasta invertirse por completo, mientras la Seguridad Social se hunde en un déficit estructural. Ni el envejecimiento ni las recurrentes promesas políticas bastan para explicar esta deriva: el problema es un diseño que reparte más de lo que recauda, sostenido sobre decisiones electorales irresponsables. Una estafa sistémica, diseñada a sabiendas y alimentada durante décadas, que ahora se intenta travestir de conflicto generacional para descargar de responsabilidad a sus autores.
España es un experimento fallido del Estado del bienestar con el único resultado esperable. La solución no pasa por la importación masiva de mano de obra barata, que sólo agrava la precariedad. Sin una reforma estructural, histórica, y una asunción de responsabilidades pública y privada que suena a quimera, la anomalía estadística dará paso en pocos años a una crisis social sin precedentes.


